miércoles, diciembre 14, 2005

Lullaby

Un abrir y cerrar de ojos, otro abrir. La luz que encandila, las sombras difusas junto a la cama. Personas de humo, fantasmas de carne y hueso. La nada que es todo; el miedo, el dolor. La nada y el silencio. El silencio es lo que más me perturba, a pesar del resto, a pesar de saber que la muerte me busca. La muerte es el destino de todos, el silencio es mi verdugo personal. Asumo algunos errores, justifico mi debilidad. No existe hombre capaz de blandir el destino. Fui juzgado. Soy culpable por no haber tenido una vida digna de mis deseos. En la quietud de la habitación, en este profundo silencio del que sólo se escapan sonidos tenues: la respiración acabada de los que siguen vivos, el zumbido de los aparatos, esporádicos pasos del exterior; percibo el sentimiento de quienes me acompañan como una caricia que no puedo aceptar. Me llena de impotencia, de lastima, de un rencor infinito. Quisiera acercarme a ellos, los que sufren; olvidar mi propio fracaso y demostrarles que aún tengo sentimientos. No puedo hacerlo sinceramente. Mi egoísmo de siempre me ha seguido a este cuarto, me tiene anclado en una sensación de desprecio absoluto, por mi mismo, mi vida, mi muerte, la vida y la muerte de todos. Apenas perceptible, comienzo a escuchar por encima de mis pensamientos, una melodía disonante que me recuerda a alguna canción de cuna que conozco. Me invade un sentimiento distinto y algo confuso de alegría inmensa, se vuelve más concreto. Me consuela, me contiene. Descubro que sigo vivo, porque esa canción es parte de mi vida, una parte que fue importante. La repito en mi mente, me hace bien hacerlo; comienzo a tararearla. Nadie parece escucharme, saben que intento decir algo pero no me entienden. Se conmueven al verme mover los labios. Es tan hermosa, me llena de calma, me apasiona. Ahora puedo verlos a mí alrededor: mis hijos, mi hermano, mis padres, mi mujer. ¿Cómo puede ser posible que estén todos aquí reunidos?. Les sonrío. Logro hacer un puente de comunicación entre nosotros, les muestro cuanto los quiero, cuanto me alegro de verlos. Mi tío, apoyado en el marco de la puerta de la habitación, está tocando en un piano de juguete la canción que escucho; suena desafinado pero es emocionante y me hace feliz. La música me conduce a un recuerdo: el barrio de la infancia, el departamento de mi abuela, las ventanas abiertas, el ambiente iluminado. La merienda servida y el sabor especial de su té con leche, la lata de galletitas rotas casi vacía. La radio encendida, el canario apagado; los binoculares del abuelo siempre prohibidos. La mesa de cedro sin mantel, la pizza más rica del mundo hecha con el tuco de los ravioles, mis padres y ella esperándome para empezar a comer. Un cerrar y abrir de ojos, ya estar mejor. Me siento fuerte como para ponerme de pié, lo intento. Al notarlo mis hijos se sobresaltan, me obligan a recostarme; mi madre me ofrece su mano y así consigo levantarme. Cuando me estoy yendo, no alcanzo a comprender porque algunos se quedan llorando.

(16/11/2005)

1 Comments:

At 1:52 p. m., Anonymous Anónimo said...

muy lindo!

 

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