martes, diciembre 20, 2016

Cautivo

Encontré sin buscarlo
tu mirada clavada en mi.
Tu espíritu sigue allí, pude sentirlo
Por un momento volví a tenerte.

Me hace daño conservarte
en esas vistas antiguas de tu alma sonriente.
Ya no hay vida en aquel recuerdo
observarlas no es más que repetir un sueño.

Prefiero continuar
y volver a marearme con este amor.
Porque tengo el sentimiento
encadenado a la esperanza.

Elijo ser cautivo
del idilio que me hace seguir amándote.
y aunque la espera y la emoción sean eternas
soy responsable por empeñarme
en sostenerlas:
esta condena
y esta vida gris, en pausa indefinida.

viernes, agosto 17, 2007

Un Karma

Parado aquí
en este momento
otra vez detenido
en mis pensamientos
entregado al murmullo
de la conciencia
al roce del tiempo
al paso del viento
a ese rumor
repetitivo y constante
cargado de argumentos
que se combaten
en la ubicación que tengo
en la posición que tomo
en la condición que manifiesto
no vas a saber como estoy
si es bien o es mal
si antes lo estuve
si lo voy a superar
no vas a saberlo
porque yo no lo se
y es un secreto
que no puedo comprometer
ni delatar
ni resguardar
un misterio personal
un vacío emocional
en el que sigo anclado
un karma.

(17/08/2007)

lunes, junio 25, 2007

Tentación artística

A veces me pasa como hoy:

Tipeo la dirección de mi "Blog" para ver con que me encuentro, como si no supiera que no hay nada nuevo para ver. Que nadie aporta a mi creación, y que allí no hay más que lo de siempre, los mismos escritos y los mismos comentarios.
Prefiero fantasear en forma casi conciente, con que existe o es posible que exista, algún tipo de fenómeno fantástico capaz de completar ese espacio vacío de arte en mi nombre, que además lo alimente en forma regular y lo mantenga vivo. No puedo soportar la frustración que me produce esta realidad innegable e invariable que transito. Cuando el navegador me devuelve la pagina inmutable y abandonada hace tiempo, veo por reflejo en ella mi estado de abandono personal.
Todavía no se como no ha muerto definitivamente en mi esa virtud, pero es evidente que algo que no manejo lo conserva en un estado agónico.
Así estoy desde hace tanto..., viviendo a la espera de milagros y soluciones mágicas.
Una vida latente, una agonía que se hace interminable.

(25/07/2007)

jueves, marzo 08, 2007

Viaje Interior

Cuando Cristina abrió un ojo no pudo reconocer el espacio a su alrededor. Temía despertar del todo, esperaba continuar el sueño anterior, donde aquella tortuga la hipnotizaba en silencio. Desde la cama contigua Mariela bostezó sin vergüenza y terminado el alarido dijo “buen día” a media lengua. Cris giró la cabeza, y la miró sin abrir el otro ojo tapada con la sábana hasta el mentón.
-¡Dale vaga, levantate que hoy es el gran día! ¿No me vas a decir que todavía tenés sueño? Pegó un salto de la cama y se paró junto al placard donde empezó a cambiarse. Cristina no se animaba a nada, se sentía rara, inestable. Finalmente hizo un esfuerzo por entrar en razón y ponerse en marcha a pesar de la confusión. Aún recordaba esa mirada penetrante y lenta, que sin usar palabra alguna había instalado un mensaje en su conciencia.
-Buen día Mari, va… o debería decir “día” a secas, no sabes el terrible sueño que tuve.
-Yo también tuve pesadillas, soñé que Laurita se comía todas las galletas de la lata… -¡Dale che esas son pavadas, yo tuve un sueño feo de verdad! -No te enojes, sabés que sin algo sólido en el estómago enloquezco. Si te parece, tomamos algo rápido y me la contás con lujo de detalles, porque aunque me muero de curiosidad, creo que deberías esperar hasta que hayamos terminado el desayuno para contarme, según dicen las brujas si no lo hacemos el mal sueño podría cumplirse.
Las luces de la mañana bonaerense penetraban las hilachas de la cortina mientras las dos hermanas tomaban su té con leche. Cristina en silencio, con la mirada perdida en los dibujos del mantel, esperaba completar su taza para largar con la historia. Último sorbo… -Listo terminé.
-Dale… ¿vas a contarme ahora que terminaste? La gata Laurita se frotaba contra las piernas de Mariela mientras maullaba para que ellas le compartieran su desayuno. Cris aspiró profundamente, hizo una pausa corta, y largo el aire por la boca con suavidad. -Me da miedo hasta recordarlo, esa cara inmóvil y dramática, esa mirada que me acosaba, en fin…, te cuento.
Estábamos en Glew de visita en la casa de la abuela, habíamos comprado un regalo para ella, un adorno. Era una tortuga de cerámica pintada en colores vivos de una forma bastante desprolija, parecía una artesanía de esas baratas que se compran en las ferias. En el momento en que se la damos, ella la toma con ambas manos, y con un tono mezclado de emoción y misterio nos dice: “me siento bien haciendo esto”. Yo la miraba sin entender esperando alguna aclaración, y al no tenerla le pregunte: “¿haciendo qué abu?” Sin dejar de mirar la figura la giró hacia nosotras. Fue allí, al mirarla, cuando vi fuego ardiendo en la cavidad de los ojos del animal. Sentí como un temblor en el cuerpo y una conexión, la apertura de un puente de comunicación entre nosotros que al mismo tiempo me tenía paralizada. Había perdido el control de todos mis movimientos, el miedo y la curiosidad estaban en balance perfecto. Durante ese lapso, se produjo un cambio en mi percepción temporal, el paso del tiempo se había acelerado.
-¿Y que paso después, te dijo algo? -Nada, solo me miraba.
Parecía crecer de tamaño, aunque no estoy segura si el efecto óptico era provocado por el enfoque de mis ojos, que estaban fijos en esa cara. Justo ahí fue cuando me despertaste, y recuerdo que por unos segundos ya estando despierta, seguía escuchando la frase de la abuela repetirse en mis pensamiento una y otra vez: “me siento bien haciendo esto”. Lo realmente paradójico, es que a pesar de ser una frase optimista me atemorizaba. -Bueno hermanita, ya pasó. ¿Viste?, te dije como cuando éramos chicas. Los sueños son un espacio muy particular, donde las ideas y los pensamientos se agrupan de una forma diferente. En algunas ocasiones cuando esa magia se corta al despertar, el cambio de estado nos genera angustia. No te olvides que hoy es un día especial, y cuando uno enfrenta cosas nuevas siempre surge un miedo interior a lo desconocido, y a veces miedo hasta de ser feliz.
Juntaron sus tazas, hicieron sus cuartos, y después de cambiarse pidieron un remise al aeropuerto. Roma, la ciudad natal de sus abuelos las estaba esperando.
(08/03/2007)

martes, febrero 06, 2007

Relajada (modelo natural)

Siesta de flores
cerrando tu mirada
recreo eterno
del paraíso.

Música nueva
junto a tus poemas
y esa fragancia
que siempre calma.

Te ves cansada
de andar riendo,
tan relajada...
relajada.
Se ve de seda
tu piel de estrellas
iluminando
la habitación.

La mueca tibia
de tu expresión
siembra esperanza
en el ambiente.

Sigues dormida
entre mis sueños
para que viva
en el presente.

Te ves cansada
de andar riendo,
tan relajada...
relajada.
Tu aliento leve

se fortalece
con las palabras

del corazón.

Te ves cansada
de andar riendo,
tan relajada...
relajada.
Se ve de seda
tu piel de estrellas
iluminando
la habitación.


(6/2/2007)

viernes, enero 26, 2007

Mácula en concierto - 18/2/2007



Los esperamos a nuestra primera presentación del año en SuperArte (Belgrano 1705, esq.Ruta 210 - Longchamps - http://www.espaciosuperarte.com.ar/). La cita será el domingo 18 de Febrero a las 18hs.

Junto a nosotros también va a presentarse "DosXTré Rock". Para mas información sobre ellos pueden visitar: http://www.dosportre.com.ar/


Los esperamos.

lunes, agosto 28, 2006

El viaje de Jonathan Harker

El sol del mediodía se colaba a través de las nubes sobre la aldea, los gitanos estaban inquietos y también los animales. Después del almuerzo, Jonathan decide emprender su viaje al castillo del Conde pese a las advertencias y a las historias sobre espíritus maléficos, desaparecidos y otras supersticiones, que había estado escuchando de boca de los pobladores durante su estadía. Todos sus intentos por conseguir alguna movilidad encontraron respuestas negativas, todas sus preguntas encontraron silencio. Finalmente, resuelto a cumplir con su designio decide irse a pie. A paso lento pero firme, comienza a alejarse de la aldea por un camino sin rumbo cierto, cuyo final abierto esta escrito detrás de aquellos cerros.
Es un día otoñal, el campo aún esta verde a ambos lados del camino de tierra. La imagen del paisaje se va modificando con cada paso, y cada vez parece más lúgubre; cuesta arriba la subida que recorre se hace más pronunciada, y con ella también va in creyendo la música incidental. El horizonte tapado por las moles de roca parece inalcanzable.
Después de horas de travesía, descubre al borde de un río que baja de la montaña, un sendero angosto que lo circunda, y que sube hacia la cima. Decide seguirlo. El agua desciende a gran velocidad emitiendo en su golpe un zumbido constante y ensordecedor. La música de fondo comienza a fundirse con este sonido, y lentamente va desapareciendo. El aire espeso puesto en movimiento casi puede tocarse, las gotas de sprite suspendidas en el ambiente hacen del piso y las paredes lugares peligrosos. Camina con cuidado y sigue avanzando hacia arriba, tomado de una precaria baranda que lo separa del cauce enfurecido. Tiene la ropa empapada, el embate del viento hace más evidente el cansancio, debe detenerse unos minutos a reponerse pero no hay reparo. La cara mojada y resquebrajada por el frío, la mano derecha que se suelta por momentos del pasamanos para perderse en el bolsillo del sobretodo marrón, la izquierda que sigue congelada y aferrada al bolso. Recupera el aliento y prosigue, pasa por el tramo que precede al mas elevado; esta conformado por gran cantidad de rocas de distintos tamaños, desde donde puede apreciarse la naciente del río. Tropieza, le duelen los huesos por la humedad y el agotamiento, tiene moretones y la piel rasgada, pero sigue con el ascenso. El espacio abierto del nuevo entorno, despeja el sonido agudo y sostenido de la corriente, vuelven a escucharse los bronces y las cuerdas. Aún no ha oscurecido.
Con las fuerzas casi extintas llega al punto más alto del recorrido, toma asiento en una gran roca y pasa unos minutos apreciando los picos nevados, el paisaje tétrico y enrarecido anterior al crepúsculo. El sol empieza a desaparecer y la bruma lentamente va cubriendo los últimos espacios de cielo aún claro. La llegada de la noche trae consigo un cúmulo de nubes negras, que atraviesan velozmente las alturas y opacan por completo la visión. A su paso, se descubre la imagen del Castillo. La música cesa.
No ha podido descansar lo suficiente pero debe continuar. Se pone de pie, carga sus cosas y empieza a recorrer los pasos que lo separan del destino. El camino descendente se hace más llevadero al andar pero no es menos peligroso, porque la oscuridad es casi absoluta. La cortina sónica también se ha oscurecido, ahora son solamente cuerdas que parecen emular el llanto de las criaturas de la noche. Entre los ruidos difusos que guarda sin descifrar en su cerebro, comienza a distinguir cascos golpear contra el suelo, cadenas y sonidos de animales jadeantes; voltea y es sorprendido por una luz que desciende desde las alturas. El carruaje tirado por cuatro caballos lo alcanza y se detiene junto a el, el chofer le hace una seña y lo invita a subir. Harker se queda paralizado mirando sin comprender la situación, esta asombrado y duda unos segundos; ante la insistencia del conductor decide aceptar. Toma asiento, y antes de alcanzar a cerrar la puerta del coche este ya se ha puesto en movimiento.
El rebote de las ruedas y el vaivén que se produce dentro de la estructura hacen que se relaje un poco a pesar del incremento de la tensión. Viaja recostado sobre un asiento de cuero rústico, con el cuello apoyado de costado contra el marco de madera de la ventana. El viento, que sube en dirección contraria al avance del coche le da de lleno en la cara, y el siente como poco a poco va reponiendo su capacidad física y sensorial. El viaje concluye con el final del camino, la música vuelve a escucharse por encima de los otros sonidos del ambiente. El coche traspasa las arcas de roca del castillo y estaciona.
Jonathan desciende lentamente, acomoda su bolso y atraviesa el patio. Al llegar al borde de la escalera de la entrada principal, observa como la enorme puerta negra de quebracho comienza a abrirse. Detrás de ella, va descubriéndose una figura extraña con rasgos demoníacos que lo esta esperando.

(23/08/2006)

lunes, agosto 14, 2006

De acuerdo

Estábamos de acuerdo, eso era lo que habríamos querido. Las inclemencias del tiempo y otros compromisos impostergables habían demorado nuestro encuentro en varias ocasiones, pero esa tarde nada ni nadie podrían entorpecerlo. Lo que originalmente había sido planificado para las trece terminó siendo a las dieciséis, lo que fue pensado como un almuerzo termino siendo un paseo y un café.
Se me hace difícil recordar cuando empezamos a sentir esa necesidad casi enfermiza de estar juntos y cuales fueron los detonantes o los motivos que nos llevaron a decidirnos a hacerlo, pero a esta altura de los acontecimientos ya no importan los datos históricos, tan solo algunos hechos anecdóticos y sus consecuencias.
Aquel día era martes. El calor era agobiante, una típica tarde de verano en el centro. Después de una corta caminata sin palabras, entramos al café buscando aire fresco y el lugar apropiado para conectarnos. Tomamos asiento en una de las mesas centrales, lo más apartados que fuera posible de la mirada exterior. Ni ella ni yo lo sugerimos, de forma automática y sincronizada detectamos la ubicación ideal y la abordamos. Recuerdo que nos sonrojamos y después sonreímos inocentemente. La sensación de plenitud y alegría generada por estar juntos podía respirarse entre ambos; con el correr de los segundos, ese momento mágico fue aplacándose por el temor y por la culpa. No estábamos cómodos a pesar de haber avanzado un paso hacia nuestro deseo. El incipiente caos mental no nos dejaba disfrutar del momento, tampoco era posible volver el tiempo atrás; el maleficio impuesto por la conciencia era implacable. Nerviosos, con los dedos de las manos abrasados entre si por debajo de la mesa, los ojos esquivos, la ansiedad despierta en cada sentido. Era el momento esperado y sin embargo no podíamos controlar nuestra desesperación. Volví a preguntarme si estaba listo, y nuevamente creí estar seguro de hacerlo.
Mantuve por un instante la mirada fija en sus ojos. Mis sentimientos y mi deseo viajaban hacia ella por ese puente de comunicación visual sin acertar al destino, buscando la seguridad de su mirada, la mueca cómplice de alguna palabra, señales que hasta ese punto estuvieron ausentes de su parte. Sus ojos inquietos, deambulaban de un lado al otro como dos hamacas buscando los extremos sin detenerse.
En esta situación nos encontrábamos cuando llego el mozo del lugar e hizo que nos sobresaltáramos. Creo que de puro impulso pedí dos lagrimas sin siquiera consultarle, lo único que quería era que desaparezca y que nada vuelva a conspirar contra nuestro tiempo compartido. Me quede unos instantes perdido observando la figura que se alejaba; cuando volví a la realidad estaba mirándome. Lloraba sin emitir sonido y había puesto su mano derecha sobre la mesa con la palma hacia abajo. La tome con dulzura y después la sostuve con las dos manos sin dejar de mirarla. Habremos pasado unos minutos así sin decir palabra, dejando hablar a nuestros miedos, sometidos al roce de nuestros cuerpos y al clamor de nuestros pensamientos, que carentes de voz se comunicaban telepáticamente. La excitación iba en aumento, en balance justo y contrapuesto con la merma de nuestra pena. La distancia se acortaba. El producto de aquella fusión de almas, se manifestó ante nosotros como un destello intenso de luz azulada con centro esférico, y se repitió cinco o seis veces antes de desvanecerse. Sin duda, ese ser espiritual fue una señal para nosotros, un permiso divino.
Súbitamente una risa cercana volvió a separarnos del trance. Vimos al mozo que se acercaba a la mesa con nuestro pedido. La desconexión forzada no llego a separarnos del todo pero algo había cambiado, recuerdo que inmediatamente volví a mirarla y esta vez encontré en sus ojos claridad y determinación. Nos soltamos, busco en su bolso y lo puso sobre mi mano. Lo cargue, apunte y le dispare. Volví a cargarla, y cuando quise dispararme para escapar junto a ella de esta cárcel terrenal, fui impedido.
Estábamos de acuerdo en eso y no nos dejaron hacerlo, no me dejaron. Ahora he cambiado de prisión, pero la soledad es la misma.

(9/8/2006)

jueves, mayo 11, 2006

"La meningitis y su sombra" (Horacio Quiroga)

No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quiere decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto.
He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las siete de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así;

Estimado amigo:
Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo.
Luis María Funes

Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por cierto que tiene dos hermanas bastante monas.
As¡, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que una hora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el Colegio Nacional y con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos que con Funes.
Y el hombre me habla de a, y b y c, para concluir:
-Veamos, Durán: usted comprende de sobra que no he venido a verle a esta hora para hablarle de pavadas; ¿no es cierto?
-Me parece que si -no pude menos que responderle.
-Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré en seguida. ¿Me permite?
-Todo lo que quiera -le respondí francamente, aunque poniéndome al mismo tiempo en guardia.
Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada:
-¿Qué clase de inclinación siente usted hacia María Elvira Funes? -¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvira Funes, her­mana de Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía a esa per­sona! Nada extraño, pues, que mirara al médico como quien mira a un loco. -¿María Elvira Funes? -repetí-. Ningún grado ni ninguna inclinación. La conozco apenas. Y ahora...
-No, permítame -me interrumpió-. Le aseguro que es una cosa bastante seria... ¿Me podría dar palabra de compañero de que no hay nada entre ustedes dos?
-¡Pero está loco! -le dije al fin-. Le aseguro que es una cosa bastante seria... ¿Me podría dar palabra de compañero de que no hay nada entre ustedes dos?
-¡Pero está loco! -le dije al fin-. ¡Nada, absolutamente nada! Apenas la conozco, vuelvo a repetirlo, y no creo que ella se acuerde de haberme visto jamás. He hablado un minuto con ella, ponga dos, tres, en su propia casa, y nada
más. No tengo, por lo tanto, le repito por décima vez, inclinación particular hacia ella.
-Es raro, profundamente raro... -murmuró el hombre, mirándome fija­
mente.
Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminente que fuese -y lo era- pisando un terreno con el que nada tenían que ver sus aspirinas.
-Creo que tengo ahora el derecho...
Pero me interrumpió de nuevo:
-Sí, tiene derecho de sobra... ¿Quiere esperar hasta esta noche? Con dos palabras podrá comprender que el asunto es de todo, menos de broma... La persona de quien hablamos está gravemente enferma, casi a la muerte... ¿En­tiende algo? -concluyó mirándome bien a los ojos.
Yo hice lo mismo con él durante un rato. -Ni una palabra -le contesté.
-Ni yo tampoco -apoyó encogiéndose de hombros-. Por eso le he dicho que el asunto es bien serio... Por fin esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Es indispensable.
-Iré -le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.
Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntándome como un idiota qué relación puede existir entre la enfermedad gravísima de una hermana de Funes, que apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas.
Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que haya visto en mi vida. Metempsicosis, espiritismos, telepatías y demás absurdos del mundo interior, no son nada en comparación de éste, mi propio absurdo, en que me veo envuelto. Es un pequeño asunto para volverse loco. Véase:

Fui a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Hablamos un rato, esforzándonos como dos zonzos -puesto que comprendiéndolo así evitábamos mirarnos-, en charlar de bueyes perdidos. Por fin entró Ayestarain, y Luis María salió, dejándome sobre la mesa el paquete de cigarrillos, pues se me habían con­cluido los míos. Mi ex condiscípulo me contó entonces lo que en resumen es esto: Cuatro o cinco noches antes, al concluir un recibo en su propia casa, María Elvira se había sentido mal -cuestión de un baño demasiado frío esa tarde, según opinión de la madre-. Lo cierto es que había pasado la noche fatigada, y con buen dolor de cabeza. A la mañana siguiente, mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con todo su cortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolon­gado a más no pedir. El delirio, sobre todo, franco y prolongado a más no pedir. Concomitantemente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar. Las proyec­ciones psicológicas del delirio, por decirlo así, se erigieron y giraron desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo, pero que absorbe su vida entera. Es una obsesión -prosiguió Ayestarain- una sencilla obsesión a 41 gra­dos. La enferma tiene constantemente fijos los ojos en la puerta, pero no llama a nadie. Su estado nervioso se resiente de esa muda ansiedad que la está matando, y desde ayer hemos pensado con mis colegas en calmar eso... No puede seguir así. ¿Y sabe usted -concluyó- a quién nombra cuando el sopor la aplasta?
-No sé... -le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamente de ritmo.
-A usted -me dijo, pidiéndome fuego. Quedamos, bien se comprende, un rato mudos. -¿No entiende todavía? -dijo al fin.
-Ni una palabra... -murmuré aturdido, tan aturdido como puede estarlo un adolescente que a la salida del teatro ve a la primera gran actriz que desde la penumbra del coche mantiene abierta hacia él la portezuela... Pero yo tenía ya casi treinta años, y pregunté al médico qué explicación se podía dar de eso.
-¿Explicación? Ninguna. Ni la más mínima. ¿Qué quiere usted que se sepa de eso? Ah, bueno... Si quiere una a toda costa, supóngase que en una tierra hay un millón, dos millones de semillas distintas, como en cualquier parte.
Viene un terremoto, remueve como un demonio todo eso, tritura el resto, y brota una semilla, una cualquiera, de arriba o del fondo, lo mismo da. Una planta mag­nífica... ¿Le basta eso? No podría decirle una palabra más. ¿Por qué usted, precisamente, que apenas la conoce, y a quien la enferma no conoce tampoco más, ha sido en su cerebro delirante la semilla privilegiada? ¿Qué quiere que se sepa de esto?
-Sin duda... -repuse a su mirada, siempre interrogante, sintiéndome al mismo tiempo bastante enfriado al verme convertido en sujeto gratuito de diva­gación cerebral, primero, y en agente terapéutico, después.
En ese momento entró Luis María.
-Mamá lo llama -dijo al médico. Y volviéndose a mí, con una sonrisa forzada:
-¿Lo enteró Ayestarain de lo que pasa?... Sería cosa de volverse loco con otra persona...
Eso de otra persona merece una explicación. Los Funes, y en particular la familia de que comenzaba yo a formar tan ridícula parte, tiene un fuerte orgu­llo; por motivos de abolengo, supongo, y por su fortuna, que me parece lo más probable. Siendo así, se daban por pasablemente satisfechos con que las fanta­sías amorosas del hermoso retoño se hubieran detenido en mí: Carlos Durán, ingeniero en vez de mariposear sobre un sujeto cualquiera de insuficiente posi­sión social. Así pues agradecí en mi fuero interno el distingo de que me hacía honor el joven patricio.
-Es extraordinario... -recomenzó Luis María, haciendo correr con dis­gusto los fósforos sobre la mesa. Y un momento después, con una nueva sonrisa forzada:
-¿No tendría inconveniente en acompañarnos un rato? ¿Ya sabe, no? Creo que vuelve Ayestarain.
En efecto, éste entraba.
-Empieza otra vez...-sacudió la cabeza mirando únicamente a Luis Ma­­ría . Luis María se dirigió entonces a mí con la tercera sonrisa forzada de esa noche:
-¿Quiere que vayamos?
-Con mucho gusto -le dije. Y fuimos.
Entró el médico sin hacer ruido, entró Luis María, y por fin entré yo, todos con cierto intervalo. Lo que primero me chocó, aunque debía haberlo espe­rado, fue la penumbra del dormitorio. La madre y la hermana, de pie, me miraron
fijamente, respondiendo con una corta inclinación de cabeza a lamía, pues creí no deber pasar de allí. Ambas me parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo la bolsa de hielo, dos ojos abiertos vueltos a mí. Miré al médico, titubean­do, pero éste me hizo una imperceptible seña con los ojos, y me acerqué a la cama.
Yo tengo alguna idea, como todo hombre, de lo que son dos ojos que nos aman, cuando uno se va acercando despacio a ellos. Pero la luz de aquellos ojos, la felicidad en que se iban anegando mientras me acercaba, el mareado relampagueo de dicha -hasta el estrabismo- cuando me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal a 37 grados los volveré a hallar.
Balbuceó algunas palabras, pero con tanta dificultad de sus labios rese­cos que nada oí. Creo que me sonreí como un estúpido (¡qué iba a hacer, quiero que me digan!), y ella tendió entonces su brazo hacia mí. Su intención era tan inequívoca que le tomé la mano.
-Siéntese ahí -murmuró.
Luis María corrió el sillón hacia la cama y me senté.
Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una situación más extraña y disparatada:
Yo, en primer término, puesto que era el héroe, teniendo en la mía una mano ardiente en fiebre y en un amor totalmente equivocado. En el lado opuesto, de pie, el médico. A los pies de la cama, sentado, Luis María. Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la madre y la hermana. Y todos sin hablar, mirándonos con el ceño fruncido.
¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momento en esto. La enferma, por su parte, arrancaba a veces sus ojos de los míos y recorría con dura inquietud los rostros presentes uno tras otro, sin reconocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre mí, confiada en profunda felicidad.
¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media hora, acaso mucho más. Un momento intenté retirar la mano, pero la enferma la oprimió más entre las suyas.
-Todavía no... -murmuró, tratando de hallar más cómoda postura a su cabeza. Todos acudieron, se estiraron las sábanas, se renovó el hielo, y otra vez los ojos se fijaron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando tornaban a apartarse inquietos y recorrían las caras desconocidas. Dos o tres veces miré exclusiva­mente al médico; pero éste bajó las pestañas, indicándome que esperara. Y tuvo razón al fin, porque de pronto, bruscamente, como un derrumbe de sueño, la enferma cenó los ojos y se durmió.
Salimos todos menos la hermana, que ocupó mi lugar en el sillón. No era fácil decir algo -yo al menos-. La madre, por fin, se dirigió a mí con una triste y seca sonrisa:
-Qué cosa más horrible, ¿no? ¡Da pena!
¡Horrible, horrible! No era la enfermedad, sino la situación lo que les parecía horrible. Estaba visto que todas las galanterías iban a ser para mí en aquella casa. Primero el hermanito, luego la madre... -Ayestarain, que nos había dejado un instante, salió muy satisfecho del estado de la enferma; descansaba con una placidez desconocida aún. La madre miró a otro lado, y yo miré al médi­co: podía irme, claro que sí, y me despedí.
He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que ver con mi habitual vida. Y la culpa de ello está en la familia Funes, con Luis María, madre, herma­nas, médicos y parientes colaterales. Porque si se concreta bien la situación, ella da lo siguiente:
Hay una joven de diecinueve años, muy bella sin duda alguna, que ape­nas me conoce y a quien yo le soy profunda y totalmente indiferente. Esto en cuanto a María Elvira. Hay, por otro lado, un sujeto joven también -ingeniero, si se quiere- que no recuerda haber pensado dos veces seguidas en la joven en cuestión. Todo esto es razonable, inteligible y normal.
Pero he aquí que la joven hermosa se enferma, de meningitis o cosa por el estilo, y en el delirio de la fiebre, única y exclusivamente en el delirio, se siente abrasada de amor. ¿Por un primo, un hermano de sus amigos, un joven mundano que ella conoce bien? No, señor; por mí.
¿Es esto bastante idiota? Tomo, pues, una determinación que haré cono­cer al primero de esa bendita casa que llegue hasta mi puerta.
-¡ Sí, es claro! Como lo esperaba, Ayestarain estuvo este mediodía a ver­me. No pude menos que preguntarle por la enferma, y su meningitis. -¿Meningitis? -me dijo-. ¡Sabe Dios lo que es! Al principio parecía, y anoche también... Hoy ya no tenemos idea de lo que será.
-Pero, en fin -objeté-, siempre una enfermedad cerebral...
-Y medular, claro está... Con unas lesioncillas quién sabe dónde... ¿Us­ted entiende algo de medicina?
-Muy vagamente...
-Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de dónde sale... Era un caso para marchar a todo escape a la muerte... Ahora hay remisiones, tac-­tac-tac, justas como un reloj...
-Pero el delirio -insistí- ¿existe siempre?
-¡Ya lo creo! Hay de todo allí... Y a propósito; esta noche lo esperamos. Ahora me había llegado el turno de hacer medicina a mi modo. Le dije que mi propia sustancia había cumplido ya su papel curativo la noche anterior, y que no pensaba ir más.
Ayestarain me miró fijamente:
-¿Por qué? ¿Qué pasa?
-Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario allá... Dígame: ¿us­ted tiene idea de lo que es estar en una posición humillantemente ridícula; sí o no?
-No se trata de eso...
-Sí, se trata de eso, de desempeñar un papel estúpido... ¡Curioso que no comprenda!
-Comprendo de sobra... Pero me parece algo así como... -no se ofenda­-cuestión de amor propio.
-¡Muy lindo! -salté-. ¡Amor propio! ¡Y no se les ocurre otra cosa! Les parece cuestión de amor propio ir a sentarse como un idiota para que me tomen la mano la noche entera ante toda la parentela con el ceño fruncido. Si a ustedes les parece una simple cuestión de amor propio, arréglense entre ustedes. Yo tengo otras cosas que hacer.
Ayestarain comprendió, al parecer, la parte de verdad que había en lo anterior, porque no insistió y hasta que se fue no volvimos a hablar del asunto. Todo esto está bien. Lo que no lo está tanto es que hace diez minutos acabo de recibir una esquela del médico, así concebida:

Amigo Durán:
Con todo su bagaje de rencores, nos es indispensable esta noche. Supóngase una vez más que usted hace de cloral, veronal, el hipnótico que menos le irrite los nervios, y véngase.
Dije un momento antes que lo malo era la precedente carta. Y tengo razón, porque desde esta mañana no espero sino esa carta...
Durante siete noches consecutivas -de once a una de la mañana, momento en que remitía la fiebre, y con ella el delirio- he permanecido al lado de María Elvira Funes, tan cerca como pueden estarlo dos amantes. Me ha tendido a veces su mano como la primera noche, y otras se ha preocupado de deletrear mi nombre, mirándome. Sé a ciencia cierta, pues, que me ama profundamente en ese estado, no ignorando tampoco que en sus momentos de lucidez no tiene la menor preocupación por mi existencia, presente O futura. Esto crea así un caso de psicología singular de que un novelista podría sacar algún partido. Por lo que a mí se refiere, sé decir que esta doble vida sentimental me ha tocado fuertemen­te el corazón. El caso es éste: María Elvira, si es que acaso no lo he dicho, tiene los ojos más admirables del mundo. Está bien que la primera noche yo no viera en su mirada sino el reflejo de mi propia ridiculez de remedio inocuo. La segunda noche sentí menos mi insuficiencia real. La tercera vez no me costó esfuerzo alguno sentirme el ente dichoso que simulaba ser, y desde entonces vivo y sueño ese amor con que la fiebre enlaza su cabeza y la mía.
¿Qué hacer? Bien sé que todo esto es transitorio, que de día ella no sabe quién soy, y que yo mismo acaso no la ame cuando la vea de pie. Pero los sueños de amor, aunque sean de dos horas y a 40 grados, se pagan en el día, y mucho me temo que si hay una persona en el mundo a la cual esté expuesto a amar a plena luz, ella no sea mi vano amor nocturno... Amo, pues, una sombra, y pienso con angustia en el día en que Ayestarain considere a su enferma fuera de peligro, y no precise más de mí.
Crueldad ésta que apreciarán en toda su cálida simpatía los hombres que están enamorados -de una sombra o no.
Ayestarain acaba de salir. Me ha dicho que la enferma sigue mejor, y que mucho se equivoca o me veré uno de estos días libre de la presencia de María Elvira.
-Sí, compañero -me dice-. Libre de veladas ridículas, de amores cere­brales y ceños fruncidos... ¿Se acuerda?
Mi cara no debe expresar suprema alegría, porque el taimado galeno se echa a reír y agrega:
-Le vamos a dar en cambio una compensación... Los Funes han vivido estos quince días con la cabeza en el aire, y no extrañe, pues, si han olvidado muchas cosas, sobre todo en lo que a usted se refiere... Por lo pronto, hoy cena­mos allá. Sin su bienaventurada persona, dicho sea de paso, y el amor de manos, no sé en qué hubiera acabado aquello... ¿Qué dice usted?
-Digo -le he respondido- que casi estoy tentado de declinar el honor que me hacen los Funes, admitiéndome a su mesa.
Ayestarain se echó a reír.
-¡No embrome!... Le repito que no sabían dónde tenían la cabeza...
-Pero para opio y morfina, y calmante de mademoiselle, sí, ¿eh? ¡Para eso no se olvidaban de mí!
Mi hombre se puso serio y me miró detenidamente.
-¿Sabe lo que pienso, compañero?
-Diga.
-Que usted es el individuo más feliz de la tierra.
-¿Yo, feliz?...
-O más suertudo. ¿Entiende ahora?
Y quedó mirándome. ¡Hum! -me dije a mí mismo-: O yo soy un idiota, que es lo más posible, o este galeno merece que lo abrace hasta romperle el termómetro dentro del bolsillo. El maligno tipo sabe más de lo que parece, y acaso, acaso... Pero vuelvo a lo idiota, que es lo más seguro.
-¿Feliz?... -repetí, sin embargo-. ¿Por el amor estrafalario que usted ha inventado con su meningitis?
Ayestarain tornó a mirarme fijamente, pero esta vez creía notar un vago, vaguísimo dejo de amargura.
-Y aunque no fuera más que eso, grandísimo zonzo... -ha murmurado, cogiéndome del brazo para salir.
En el camino -hemos ido al Águila, a tomar el vermouth- me ha explicado bien claro tres cosas.
Primero, que mi presencia al lado de la enferma era absolutamente nece­saria, dado el estado de profunda excitación -depresión, todo en uno, de su deli­rio-. Segundo, que los Funes lo habían comprendido así, ni más ni menos, al despecho de lo raro, subrepticio e inconveniente que pudiera parecer la aventura, constándoles, está claro, lo artificial de todo aquel amor. Tercero, que los Funes han confiado sencillamente en mi educación, para que me dé cuenta -sumamente clara- del sentido terapéutico que ha tenido mi presencia ante la enferma, y la de la enferma ante mí.
-Sobre todo lo último, ¿eh? -he agregado a guisa de comentario-. El obje­to de toda esta charla es éste: que no vaya yo jamás a creer que María Elvira siente la menor inclinación real hacia mí. ¿Es eso?
-¡Claro! -se ha encogido de hombros el médico-. Póngase usted en lugar de ellos...
Y tiene razón el bendito hombre. Porque a la sola probabilidad de que ella...
Anoche cené en casa de Funes. No era precisamente una comida ale­gre, si bien Luis María, por lo menos, estuvo muy cordial conmigo. Querría decir lo mismo de la madre, pero por más esfuerzos que hacía para tornarme grata la mesa, evidentemente no ve en mí sino a un intruso a quien en ciertas horas su hija prefiere un millón de veces. Está celosa, y no debemos condenarla. Por lo de­más, se alternaban con su hija para ir a ver la enferma. Esta había tenido un buen día, tan bueno que por primera vez después de quince días hasta la una por pedido de Ayestarain, tuve que volverme a casa sin haberla visto un instante. ¿Se comprende esto? ¡No verla en todo el día! ¡Ah! Si por bendición de Dios, la fiebre de 40, 80, 120 grados, cualquier fiebre, cayera esta noche sobre su cabe­za...
¡Y aquí está!: esta sola línea del bendito Ayestarain: Delirio de nuevo. Venga en seguida.
Todo lo antedicho es suficiente para enloquecer bien que mal a un hom­bre discreto. Véase esto ahora:
Cuando entré anoche, María Elvira me tendió su brazo como la primera vez. Acostó su cara sobre la mejilla izquierda, y cómoda así, fijó los ojos en mí. No sé qué me decían sus ojos: posiblemente me daban toda su vida y toda su alma en una entrega infinitamente dichosa. Sus labios me dijeron algo, y tuve que inclinarme para oír:
-Soy feliz -se sonrió.
Pasado un momento sus ojos me llamaron de nuevo, y me incliné otra vez.
-Y después... -murmuró apenas, cerrando los ojos con lentitud. Creo que tuvo una súbita fuga de ideas. Pero la luz, la insensata luz que extravía la mirada en los relámpagos de felicidad, inundó de nuevo sus ojos. Y esta vez oí bien claro, sentí claramente sobre mi rostro esta pregunta:
-Y cuando sane y no tenga más delirio... ¿me querrás todavía?
¡Locura que se ha sentado a horcajadas sobre mi corazón! ¡Después! ¡Cuando no tenga más delirio! Pero, ¡estamos todos locos en la casa, o había allí, proyectado fuera de mí mismo, un eco a mi incesante angustia del después? ¿Cómo es posible que ella dijera eso? ¿Había meningitis o no? ¿Había delirio o no? Luego mi María Elvira...
No sé qué contesté; presumo que cualquier cosa para escandalizar a la parentela completa si me hubieran oído. Pero apenas había murmurado yo; ape­nas había murmurado ella con una sonrisa... y se durmió.
De vuelta a mi casa, mi cabeza era un vértigo vivo, con locos impulsos de saltar al aire y lanzar alaridos de felicidad. ¿Quién, de entre nosotros, puede jurar que no hubiera sentido lo mismo? Porque las cosas para ser claras, deben ser planteadas así: la enferma con delirio, por una aberración psicológica cualquiera, ama únicamente en su delirio, a X. Esto por un lado. Por el otro, el mismo X, que desgraciadamente para él no se siente con fuerzas para concretarse exclusiva­mente a su papel medicamentoso. Y he aquí que la enferma, con su meningitis y su inconsciencia -su incontestable inconsciencia -murmura a nuestro amigo:
Y cuando no tenga más delirio... ¿me querrás todavía?
Esto es lo que yo llamo un pequeño caso de locura, claro y rotundo. Anoche, cuando llegaba a casa, creí un momento haber hallado la solución, que sería ésta: María Elvira, en su fiebre, soñaba que estaba despierta. ¿A quién no ha sido dado soñar que está soñando? Ninguna explicación más sencilla, claro está.
Pero cuando por pantalla de ese amor mentido hay dos ojos inmensos, que empapándonos de dicha se anegan ellos mismos en un amor que no se puede mentir, cuando se ha visto a esos ojos recorrer con dura extrañeza los rostros familiares para caer en extática felicidad ante uno mismo, pese al delirio y cien mil delirios como ése, uno tiene el derecho de soñar toda la noche con aquel amor, o, seamos más explícitos: con María Elvira Funes.
¡Sueño, sueño, y sueño¡ Han pasado dos meses, y creo a veces soñar aún. ¿Fui yo o no, por Dios bendito, aquel a quien se le tendió la mano, y el brazo desnudo hasta el codo, cuando la fiebre tornaba hostiles aun los rostros bien amados de la casa? ¿Fui yo o no el que apaciguó en sus ojos, durante minutos inmensos de eternidad, la mirada marcada de amor de mi María Elvira?
Si, fui yo. Pero eso está acabado, concluido, finalizado, muerto, inmate­rial, como si nunca hubiera sido. Y sin embargo...
Volví a verla veinte días después. Ya estaba sana, y cené con ellos. Hubo al principio un evidente alusión a los desvaríos sentimentales de la enferma, todo con gran tacto de la casa, en lo que cooperé cuanto me fue posible, pues en esos veinte días transcurridos no había sido mi preocupación menor, pensar en la dis­creción de que debía yo hacer gala en esa primera entrevista.
Todo fue a pedir de boca, no obstante.
-Y usted -me dijo la madre sonriendo-, ¿ha descansado del todo de las fatigas que le hemos dado?
-¡Oh, eran muy poca cosa!... Y aun -concluí riendo también -estaría dispuesto a soportarlas de nuevo...
María Elvira se sonrió a su vez.
-Usted sí; pero yo, no, ¡le aseguro! La madre la miró con tristeza: -¡Pobre, mi hija! Cuando pienso en los disparates que se te han ocurrido... En fin -se volvió a mí con agrado-. Usted es ahora, podríamos decir, de la casa, y le aseguro que Luis María lo estima muchísimo.
El aludido me puso la mano en el hombro y me ofreció cigarrillos. -Fume, fume, y no haga caso.
-¡Pero, Luis María -le reprochó la madre, semiseria-, cualquiera creería al oírte que le estamos diciendo mentiras a Durán!
-No, mamá; lo que dices está perfectamente bien dicho; pero Durán me entiende.
Lo que yo entendía era que Luis María quería cortar con amabilidades más o menos sosas; pero no se lo agradecí en lo más mínimo.
Entre tanto, cuantas veces podía, sin llamar la atención, fijaba los ojos en María Elvira. ¡Al fin! Ya la tenía ante mí sana, bien sana. Había amado una sombra, o más bien dicho, dos ojos y treinta centímetros de brazo, pues el resto era una larga mancha blanca. Y de aquella penumbra, como de un capullo taci­turno, indiferente y alegre, que no me conocía. Me miraba como se mira a un amigo de la casa, en el que es preciso detener un segundo los ojos cuando se cuenta algo o se comenta una frase risueña. Pero nada más. Ni el más leve rastro de lo pasado, ni siquiera afectación de no mirarme, con lo que había yo contado como último triunfo de mi juego. Era un sujeto -no digamos sujeto, sino ser- absolutamente desconocido para ella. Y piénsese ahora en la gracia que me hacía recordar, mientras la miraba, que una noche esos mismos ojos ahora frívo­los me habían dicho a ocho dedos de los míos:
-Y cuando esté sana... ¿me querrás todavía?
¡A qué buscar luces, fuegos fatuos de una felicidad muerta, sellada a fuego en el cofrecillo hormigueante de una fiebre cerebral! Olvidarla... Siendo lo que hubiera deseado, era precisamente lo que no podía hacer.
Más tarde, en el hall, hallé modo de aislarme con Luis María, mas colo­cando a éste entre María Elvira y yo; podía así mirarla impunemente, so pretexto de que mi vista iba naturalmente más allá de mi interlocutor. Y es extraordinario cómo su cuerpo, desde el más alto cabello de su cabeza al tacón de sus zapatos, era un vivo deseo, y cómo al cruzar el hall para ir adentro, cada golpe de su falta contra el charol iba arrastrando mi alma como un papel.
Volvió, se sonrió, cruzó rozando a mi lado, sonriéndome forzosamente, pues estaba a su paso, mientras yo, como un idiota, continuaba soñando con una súbita detención a mi lado, y no una, sino dos manos, puestas sobre mis sienes. Y bien, ahora que me has visto de pie, ¿me quieres todavía?
¡Bah! Muerto, bien muerto, me despedí y oprimí un instante aquella mano fría, amable y rápida.
Hay, sin embargo, una cosa absolutamente cierta, y es ésta: María Elvira puede no recordar lo que sintió en sus días de fiebre; admito esto. Pero está perfectamente enterada de lo que pasó, por los cuentos posteriores. Luego, es imposible que yo esté para ella desprovisto del menor interés. De encantos - ¡ Dios me perdone!- todo lo que ella quiera. Pero de interés, el hombre con quien se ha soñado veinte noches seguidas, eso no. Por lo tanto, se perfecta indiferen­cia a mi respecto no es racional. ¿Qué ventajas, qué remota posibilidad de dicha puede reportarme comprobar eso? Ninguna, que yo vea. María Elvira se precave así contra mis posibles pretensiones por aquello; he aquí todo.
En lo que no tiene razón. Que me guste desesperadamente, muy bien. Pero que vaya yo a exigir el cumplimiento de un pagaré de amor firmado sobre una carpeta de meningitis, ¡diablos!, eso no.
Nueve de la mañana. No es hora sobremanera decente de acostarse, pero así es. Del baile de la casa de Rodriguez Peña a Palermo. Luego al bar. Todo perfectamente solo. Y ahora a la cama.
Pero no sin disponerme a concluir el paquete de cigarrillos, antes de que el sueño venga. Y aquí está la causa: bailé anoche con María Elvira. Y después de bailar, hablamos así:
-Estos puntitos en la pupila -me dijo, frente uno del otro en la mesita del buffet- no se han ido aún. No sé qué será... Antes de mi enfermedad no los tenía. Precisamente nuestra vecina de mesa acababa de hacerle notar ese de­talle. Con lo que sus ojos no quedaban sino más luminosos.
Apenas comencé a responderle, me di cuenta de la caída; pero ya era tarde...
-Sí -le dije, observando sus ojos-, me acuerdo que antes no los tenía... Y miré a otro lado. Pero María Elvira se echó a reír:
-Es cierto; usted debe saberlo más que nadie.
¡Ah! ¡Qué sensación de inmensa losa derrumbada por fin sobre mi pe­cho! ¡Era posible hablar de eso, por fin!
-Eso creo -repuse-. Más que nadie, no sé... Pero sí; en el momento a que se refiere, ¡más que nadie, con seguridad!
Me detuve de nuevo; mi voz comenzaba a bajar demasiado de tono.
-¡Ah, sí! -se sonrió María Elvira. Apartó los ojos, sería ya, alzándolos a las parejas que pasaban a nuestro lado.
Corrió un momento, para ella de perfecto olvido de lo que hablábamos, supongo, y de sombría angustia para mí. Pero sin bajar los ojos, como si le intere­saran siempre los rostros que cruzaban en sucesión de film, agregó un instante después de costado:
-Cuando era mi amor, al parecer.
-Perfectamente bien dicho -le dije-. Su amor, al parecer. Ella me miró entonces de pleno.
-No...
Y se calló.
-¿No... qué? Concluya.
-¿Para qué? Es una zoncera.
-No importa; concluya. Ella se echó a reír.
-¿Para qué? En fin... ¿no supondrá que no era al parecer?
-Es un insulto gratuito -le respondí-. Yo fui el primero en comprobar la exactitud de la cosa, cuando yo era su amor... al parecer.
-¡Y dale!... -murmuró. Pero a mi vez el demonio de la locura me arrastró tras aquel ¡y dale! burlón, a una pregunta que nunca debiera haber hecho.
-Dígame, María Elvira -me incliné-, ¿usted no recuerda nada, no es cier­to, nada de aquella ridícula historia?
Me miró muy seria, con altivez si se quiere, pero al mismo tiempo con atención, como cuando nos disponemos a oír cosas que a pesar de todo no nos disgustan.
-¿Qué historia? -dijo.
-La otra, cuando yo vivía a su lado... -lo hice notar con suficiente clari­dad.
-Nada... absolutamente nada. -Veamos; míreme un instante...
-¡ No, ni aunque lo mire!... -me lanzó una carcajada.
-¡No, no es eso!... Usted me ha mirado demasiado antes para que yo no sepa... Querría decirle esto: ¿No se acuerda usted de haberme dicho algo... dos o tres palabras, nada más... la última noche que tuvo fiebre?
María Elvira contrajo las cejas una largo instante, y las levantó luego, más altas que lo natural. Me miró atentamente, sacudiendo la cabeza:
-No, no recuerdo... -¡Ah! -me callé.
Pasó un rato. Vi de reojo que me miraba aún.
-¿Qué?... -murmuró.
-¿Qué... qué? -repetí.
-¿Que le dije? -Tampoco me acuerdo ya...
-Sí, se acuerda... ¿Qué le dije? -No sé, se lo aseguro.
-Sí, sabe. ¿Qué le dije?
-¡Veamos! -me aproximé de nuevo a ella-. Si usted no recuerda absolutamente nada, puesto que todo era una alucinación de fiebre, ¿qué puede impor­tarte lo que me haya dicho o no dicho en su delirio?
El golpe era serio. Pero María Elvira no pensó en contestarlo, contentán­dose con mirarme un instante más y apartar la vista con una corta sacudida de hombros.
-Vamos -me dijo bruscamente-. Quiero bailar este vals.
-Es justo -me levanté-. El sueño de vals que bailábamos no tiene nada de divertido.
No me respondió. Mientras avanzábamos al salón, parecía buscar con los ojos a algunos de sus habituales compañeros de vals.
-¿Qué sueño de vals desagradable para usted? -me dijo de pronto, sin dejar de recorrer el salón con la vista.
-Un vals de delirio... no tiene nada que ver con esto -me encogí a mi vez de hombros.
Creí que no hablaríamos más esa noche. Pero aunque María Elvira no respondió una palabra, tampoco pareció hallar al compañero ideal que buscaba. De modo que, deteniéndose, me dijo con una sonrisa forzada -la ineludible forza­da sonrisa que campeó sobre toda aquella historia:
-Si quiere, entonces, baile este vals con su amor...-... al parecer. No agrego una palabra más -repuse, pasando la mano por su cintura.
Un mes más transcurrido. ¡Pensar que la madre, Angélica y Luis María están para mí llenos ahora de poético misterio! La madre es, desde luego, la persona a quién María Elvira tutea y besa más íntimamente. Su hermana la ha visto desvestirse. Luis María, por su parte, se permite pasarle la mano por la barbilla cuando entra y ella está sentada de espaldas. Tres personas bien felices, como se ve, e incapaces de apreciar la dicha en que se ven envueltas.
En cuanto a mí, me paso la vida llevando cigarros a la boca como quien quema margaritas: ¿me quiere?..¿no me quiere?
Después del baile en lo de Peña, he estado con ella muchas veces -en su casa, desde luego, todos los miércoles.
Conserva su mismo círculo de amigos, sostiene a todos con su risa, y flirtea admirablemente cuantas veces se lo proponen. Esto cuando está con los otros. Pero cuando está conmigo entonces no aparta los ojos de ellos.
¿Es esto razonable? No, no lo es. Y por eso tengo desde hace un mes una buena laringitis, a fuerza de ahumarme la garganta.
Anoche, sin embargo, he tenido un momento de tregua. Era miércoles. Ayestarain conversaba conmigo, y una breve mirada de María Elvira, lanzada hacia nosotros por sobre los hombros del cuádruple flirt que la rodeaba, puso su espléndida figura en nuestra conversación. Hablamos de ella, y fugazmente, de la vieja historia. Un rato después, María Elvira se detuvo ante nosotros.
-¿De qué hablaban?
-De muchas cosas; de usted en primer término -respondió el médico. -Ah, ya me parecía... -y recogiendo hacia ella un silloncito romano, se sentó cruzada de piernas, el busto tendido hacia delante, con la cara sostenida en la mano.
-Sigan; ya escucho.
-Contaba a Durán -dijo Ayestarain- que casos como el que le ha pasado a usted en su enfermedad son raros, pero hay algunos. Un autor inglés, no re­cuerdo cuál, cita uno. Solamente que es más feliz que el suyo.
-¿Más feliz? ¿Y por qué?
-Porque en aquél no hay fiebre, y ambos se aman en sueños. En cambio, en este caso, usted era únicamente quien amaba...
¿Dije ya que la actitud de Ayestarain me había parecido siempre un tanto tortuosa respecto de mi? Si no lo dije, tuve en aquel momento un fulminante deseo de hacérselo sentir, no solamente con la mirada.
Algo, no obstante, de ese anhelo debió percibir en mis ojos, porque se levantó riendo:
-Los dejo para que hagan las paces. -¡Maldito bicho! -murmuré cuando se alejó. -¿Por qué? ¿Qué le ha hecho?
-Dígame, María Elvira -exclamé-. ¿Le ha hecho el amor a usted alguna vez?
-¿Quién, Ayestarain?
-Sí, él.
Me miró titubeando al principio. Luego, plenamente en los ojos, seria.
-Sí -me contestó.
-¡Ah, ya me lo esperaba!... Por lo menos tiene suerte... -murmuré, ya amargado del todo.
-¿Por qué? -me preguntó.
Sin responderle, me encogí violentamente de hombros y miré a otro lado. Ella siguió mi vista. Pasó un momento.
-¿Por qué? -insistió, con esa obstinación pesada y distraída de las muje­res cuando comienzan a hallarse perfectamente a gusto con un hombre. Estaba ahora y estuvo durante los breves momentos que siguieron, de pie, con la rodilla sobre el silloncito. Mordía un papel -jamás supe de dónde pudo salir- y me mira­ba, subiendo y bajando imperceptiblemente las cejas.

-¿Por qué? -repuse al fin-. Porque él tiene por lo menos la suerte de no haber servido de títere ridículo al lado de una cama, y puede hablar seriamente, sin ver subir y bajar las cejas como si no se entendiera lo que digo... ¿Compren­de ahora?...
María Elvira me miró unos instantes pensativa, y luego movió negativa­mente la cabeza, con su papel en los labios.
-¿Es cierto o no? -insistí, pero ya con el corazón a loco escape. Ella tomó a sacudir la cabeza:
-No, no es cierto...
-¡María Elvira! -llamó Angélica de lejos.
Todos saben que la voz de los hermanos suele ser de lo más inoportuno. Pero jamás una voz fraternal ha caído como un diluvio de hielo y pez fría tan fuera de propósito como aquella vez.
María Elvira tiró el papel y bajó la rodilla.
-Me voy -me dijo riendo, con la risa que ya le conocía cuando afrontaba un flirt.
-¡Un solo momento! -le dije.
-¡Ni uno más! -me respondió alejándose ya y negando con la mano. ¿Qué me quedaba por hacer? Nada, a no ser tragar el pepelito húmedo, hundir la boca en el hueco que había dejado su rodilla, y estrechar el sillón contra la pared. Y estrellarme en seguida yo mismo contra un espejo, por imbécil. La inmensa rabia de mí mismo me hacía sufrir, sobre todo. ¡Intuiciones viriles! ¡Psi­cologías de hombre corrido! ¡Y la primera coqueta cuya rodilla queda marcada allí, se burla de todo eso con una frescura sin par!
No puedo más. La quiero como un loco, y no sé -lo que es más amargo aún- si ella me quiere realmente o no. Además, sueño, sueño demasiado, y cosas por el estilo: íbamos del brazo por un salón, ella toda de blanco, y yo como un bulto negro a su lado. No había más que personas de edad en el salón, y todas sentadas, mirándonos pasar. Era, sin embargo, un salón de baile. Y decían de nosotros: La meningitis y su sombra. Me desperté, y volví a soñar: el tal salón de baile estaba frecuentado por los muertos diarios de una epidemia. El traje de María Elvira era un sudario, y yo era la misma sombra de antes, pero tenía ahora por cabeza un termómetro. Eramos siempre: La meningitis y su sombra.
¿Qué puedo hacer con sueños de esta naturaleza? No puedo más. Me voy a Europa, a Norteamérica, a cualquier parte donde pueda olvidarla.
¿A qué quedarme? ¿A recomenzar la historia de siempre, quemándome solo, como un payaso, o a desencontramos cada vez que nos sentimos juntos? ¡Ah, no! Concluyamos con esto. No sé el bien que le podrá hacer a mis planos esta ausencia sentimental (¡y sí, sentimental!, aunque no quiera), pero quedarme sería ridículo, y estúpido, y no hay para qué divertir más a las María Elvira.
Podría escribir aquí cosas pasablemente distintas de las que acabo de anotar, pero prefiero contar simplemente lo que pasó el último día en que vi a María Elvira.
Por bravata, o desafío a mí mismo, o quién sabe por qué mortuoria espe­ranza de suicida, fui la tarde anterior de mi salida a despedirme de los Funes. Ya hacía diez días que tenía mis pasajes en el bolsillo -por donde se verá que descon­fiaba de mí mismo.
María Elvira estaba indispuesta -asunto de garganta o jaqueca-pero visi­ble. Pasé un momento a la antesala a saludarla. Al verme se sorprendió un poco, aunque tuvo tiempo de echar una rápida ojeada al espejo. Tenía el rostro abatido, los labios pálidos, y los ojos hundidos de ojeras. Pero era ella siempre, más her­mosa aun para mí porque la perdía.
Le dije sencillamente que me iba, y que le deseaba mucha felicidad. Al principio no me comprendió.
-¿Se va? ¿Y adónde?
-A Norteamérica... Acabo de decírselo.
-¡Ah! -murmuró, marcando bien claramente la contracción de los labios. Pero en seguida me miró, inquieta.
-¿Está enfermo?
-¡Pst!... no precisamente... No estoy bien.
-¡Ah! -murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a través de los vidrios abriendo bien los ojos, como cuando uno pierde el pensamiento.
Por lo demás, llovía en la calle y la antesala no estaba clara. Se volvió hacia mí.
-¿Por qué se va? -me preguntó.
-¡Hum! -me sonreí-. Sería muy largo, infinitamente largo de contar... En fin, me voy.
María Elvira fijó aún los ojos en mí y su expresión preocupada y atenta se tornó sombría. Concluyamos, me dije. Y adelantándome:
-Bueno, María Elvira...
Me tendió lentamente la mano, una mano fría y húmeda de jaqueca.
-Antes de irse -me dijo- ¿no me quiere decir por qué se va?
Su voz había bajado un tono. El corazón me latió locamente, pero como en un relámpago la vi ante mí, como aquella noche, alejándose riendo y negando con la mano: «No, ya estoy satisfecha»... ¡Ah, no, yo también! ¡Con aquello tenía bastante!
-¡Me voy -le dije bien claro- porque estoy hasta aquí de dolor, ridiculez y vergüenza de mí mismo! ¿Está contenta ahora?
Tenía aún su mano en la mía. La retiró, se volvió lentamente, quitó la música del atril para colocarla sobre el piano, todo con pausa y mesura, y me miró de nuevo con esforzada y dolorosa sonrisa:
-¿Y si yo... le pidiera que no se fuera?
-¡Pero, por Dios bendito! -exclamé-. ¡No se da cuenta de que me está matando con estas cosas! ¡Estoy harto de sufrir y echarme en cara mi infelici­dad! ¿Qué ganamos, qué gana usted con estas cosas? ¡No, basta ya! ¿Sabe usted -agregué adelantándome- lo que usted me dijo aquella última noche de su enfermedad? ¿Quiere que se lo diga? ¿Quiere?
Quedó inmóvil, toda ojos.
-Sí, dígame...
-¡Bueno! Usted me dijo, y maldita sea la noche en que lo oí, usted me dijo bien claro esto: y -cuando no tenga-más-de-li-rio, ¿me que-rás toda-ví-a? Usted tenía delirio aún, yo lo sé... Pero, ¿qué quiere que haga yo ahora? ¿Quedarme aquí a su lado, desangrándome vivo con su modo de ser, porque la quiero como un idiota?... Esto es bien claro también, ¿eh? ¡Ah, le aseguro que no es vida la que llevo! ¡No, no es vida!
Y apoyé la frente en los vidrios, deshecho, sintiendo que después de lo que había dicho, mi vida se derrumbaba para siempre jamás.
Pero era menester concluir y me volví: ella estaba a mi lado, y en sus ojos -como en un relámpago de felicidad esta vez-, vi en sus ojos resplandecer, ma­rearse, sollozar, la luz de húmeda dicha que creía muerta ya.
-¡María Elvira! -exclamé, grité, creo-. ¡Mi amor querido! ¡Mi alma adorada!
Y ella, en silenciosas lágrimas de tormento concluido, vencida, entrega­da, dichosa, había hallado por fin sobre mi pecho, postura cómoda a su cabeza. Y nada más. ¿Habría cosa más sencilla que todo esto? Yo he sufrido, es bien posible, llorado, aullado de dolor; debo creerlo porque así lo he escrito. ¡Pero qué endiabladamente lejos está todo esto! Y tanto más lejos porque -y aquí está lo más gracioso de esta nuestra historia- ella está aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la lapicera lo que escribo. Ha protestado, bien se ve, ante no pocas observaciones mías; pero en honor del arte literario en que nos hemos engolfado con tanta frescura, se resigna como buena esposa. Por lo demás, ella cree con­migo que la impresión general de la narración reconstruida por etapas, es un reflejo bastante acertado de lo que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual para obra de un ingeniero, no está del todo mala
En este momento María Elvira me interrumpe para decirme que la última línea escrita no es verdad: mi narración no sólo está bien, muy bien. Y como argumento irrefutable, me echa los brazos al cuello y me mira, no sé si a mucho más de cinco centímetros.
-¿Es verdad? -murmura, o arrulla, mejor dicho. -¿Se puede poner arrulla? -le pregunto.
-¡Sí, y esto, y esto! -y me da un beso. ¿Qué más puedo añadir?

lunes, febrero 27, 2006

El experimento

I
No podría ubicar el instante, ni las circunstancias que nos llevaron a ese encuentro. No con la rigurosidad que podrían suponer. Creo que si le preguntaran a ella, tampoco podría dar respuestas. Tal vez fue esa prueba que nos hicimos. Un desafío fundamental que nos juramos cumplir en el momento en que nos viéramos nuevamente.
La recordaba como a un espejo. No por las similitudes, sino por el misterio tras el cristal. Las verdades ocultas, las dimensiones aplanadas en un no espacio infinito. La negación eterna, el umbral infranqueable. Como un misterio de curvas anodinas, labios carnosos, manos perfectas y mirada esquiva. Un recuerdo intenso e impreciso; de allí mi sorpresa sobre la avenida Corrientes. Se lo había comentado, y ambos accedimos a probarnos.

Años atrás descubrí la verdad, mi práctica verdad. Descubrimiento, no invento. Porque a veces las creaciones, por miedo o espanto, conviene adjudicarlas a entidades superiores y llamarlas descubrimientos. Pero en este caso no; fue mi sencillo descubrimiento. Práctico, en un principio verosímil; luego verdad. Errando y fallando, con escasas sonrisas, fui acertando en besar para conocer. Como práctica del entendimiento, y como anclaje de esas miradas que tanto me fascinan. Y fue esa relación la que me llevó a descubrir más allá de los deseos apriorísticos; porque las miradas fascinantes se tornaban vacías a la hora de estrechar los labios. De allí los sinsabores, los vacíos extremos, el desconsuelo, y ese amargo sabor a fracaso, posterior a los deseos quiméricos. Y resultó, debo decir que resultó. Confíe el destino a mis labios, como órgano supremo de entendimiento más allá de la razón. ¿Metafísico? Tal vez, pero aún más predictivo que cualquier ejercicio pensado.
Así fue que comencé a sospechar de esas bocas rígidas, de las coreografías forzadas, de los suspiros y las lenguas contenidas. Como un científico, fui registrando cuanto fracaso y acierto experimentaba. No tomé notas. Esta es la primera vez que lo hago. Solo aconsejaba y comentaba a los míos sobre mis avances. Todos asintieron en un primer momento, aunque no pudieron ocultar su escepticismo. Sin dudas atribuyeron a la excentricidad de mi espíritu tal vocación. Sentí sus miradas, y los carraspeos propios de quién cree saber más allá de lo desconocido. Pero al tiempo, cuando los fracasos acumulados se les hicieron insoportables, volvieron a ilustrarse sobre el devenir de mi búsqueda. Y debo decir que en mi interés nada había de altruista. Era el egoísmo puro quién me movía. El deseo de experimentar la narcosis más allá de la acción. La alquimia de los labios, la transmutación de la saliva en miel, su genitalidad sabrosa, la efímera voluptuosidad de la satisfacción como experiencia eterna.
Y si confiaba mis secretos, lo hacía por ego. Ya a esta altura, debo decirlo. Nada tengo que ocultar. Porque día a día reafirmaba mis hipótesis y avanzaba increíblemente hacia una ley universal; sabiendo que sólo el reconocimiento de mis semejantes podría simular la fastuosidad de un galardón científico. Inalcanzable de plano, y absurdo para mis verdaderos intereses. Decidí entonces abrirme para comprobar la validez de mis descubrimientos. Algunos lo intentaron pero desistieron; otros se volvieron militantes luego de comprobar lo evidente de tal hallazgo. Yo sonreía desde la satisfacción de las analgésicas certezas, aunque en lo profundo me desgarrara el dolor de mis vacíos en una búsqueda ya imposible.

Su presente enigmático, pantanoso, irrumpió. Tan misteriosa como los sueños que me desvelan, volvió a hablarme después de mucho tiempo. Mis recuerdos, imperfectos e idealizados, retornaban una y otra vez a sus palabras. Más específicamente, a una de sus cartas en donde me amaba más allá de lo imaginable. Seguro en la certeza de mis hallazgos, le confié el secreto de la selección. De la experiencia devastadora de toda suposición. Donde las miradas, las palabras, las expectativas y los deseos se simplifican en la dilución de las bocas. Noté su curiosidad y la festejé; como aquella primera vez al observarla en un desolado amigo. Y la certeza sembró duda, y la duda hizo que acordáramos besarnos. No como bautismo, sino como experimento.
Temí que el encuentro nos fuera desgraciado. Tal vez porque la supuse esquiva, imaginé que no vendría. Por suerte Corrientes me brindó el abrigo alternativo. Siempre lo es. Un respaldo ante los plantones y desencuentros. Un calidoscopio alucinante que vuelve fugaz todo desengaño. Corrientes y Uruguay. La aridez de una esquina bancaria y el refugio de un cine. Allí la esperé, construyéndome entre libros si me olvidaba. No recuerdo mucho de los tiempos ni las esperas. Ni yo conté los minutos, ni ella los acumuló. Estaba de espaldas cuando sentí su mano en mi hombro. Giré con sorpresa y me besó.

II
Ebrio. Toda reflexión fue imposible, y apenas puedo describirlo. Nuestros labios se fundieron abrazando nuestras lenguas en una danza lisérgica. Bebí de su saliva incansablemente. Sentí la suavidad de los movimientos corromper todo espacio y tiempo. Mis ojos cerrados, la oscuridad, el silencio; mis sentidos desenfocados involuntariamente. Intoxicado más allá de los presagios, desconocí otro mundo distinto al de su boca. Conocí el abismo de sus miedos, la desolación de sus deseos, el aroma de sus sueños. La dulzura de la forja hacía imposible toda sustracción de aquel momento. Retorné al deseo, y el deseo me amarró. Incapaz de rebelarme, me entregué rendido al torbellino misterioso de su luz. Confinado a un no espacio carente de tiempo, surqué el umbral de los espejos; las dimensiones improbables del desenfreno, los sabores penetrantes del placer.
Nos separamos lentamente. Nos miramos sorprendidos. Atónitos. No nos dijimos nada. No lo necesitamos. Curiosos, nos acercamos nuevamente; y como quienes sospechan del sol, fundimos nuestros labios una y otra vez. Y los misterios tuvieron imágenes; los aromas, colores; los abismos, sentido.
Quisimos retornar a la distancia; no para sustraernos del deseo, sino para explicarlo. Lleve la mano a mi boca. Sentí intenso el hormigueo de sus labios aún presente. La observé absorta en alguna reflexión o deseo inconfesable. Abrí mis ojos más allá de las cuencas. Sin decirnos nada entramos al cine; sin encontrar explicación, a la sala. Nos sentamos. La luz fue desapareciendo, y como si quisiéramos comprobar la omnipresencia de las sensaciones vividas, comenzamos a besarnos.

Incrédulos, exploramos nuestros contornos y accidentes. Sentí suspiros inaudibles y me alejé de sus labios para descubrir la armonía de su piel. Jadeante se entregó sin dudarlo. Acaricié sus pechos, sentí el ardor de sus muslos, la humedad de sus surcos. Irreflexivo, me arrodillé en la oscuridad. Quise descubrirla con mi boca. Experimentar la suavidad de su vulva; lamerla con devoción hasta el desquicio. Sin tocarla con mis manos, sin corromper sus fluidos, la descubrí ante mi boca al desnudarla. Me acerqué lentamente, y al hacerlo rozaba con mis mejillas la perfección de sus piernas. Primero aspiré profundamente, haciendo míos sus aromas. Cálidos, dulces y enloquecedores. Sentí el calor húmedo invadir mi rostro; y con la lentitud que sólo el deseo ciego puede dar, descendí hasta enfrentar sus vapores lujuriosos. Lamí despacio, explorando la separación de sus labios. Sentí su flujo escurrirse y lo imaginé transparente y embriagador. Pude atraparlo con mi lengua y saborearlo. Me sentía abrigado por sus piernas. Sentí la tensión de sus muslos en la entrega. El estremecimiento de su cuerpo al abrirse. Volví a lamerla despacio. Esta vez quise abrir el surco de sus labios, conocer sus pliegues y recorrerlos. Lentamente fui lamiendo su interior. Hervía lubricado, haciendo difícil todo intento por explorarlo. Comencé a beberla, chupándola lenta y suavemente. Sus manos tomaron por la fuerza mi cabeza. Sentí la contención imposible de un gemido irrefrenable. Se aferraba a mí, desbocada y delirante. Tomó mi nuca con fuerza, y al hacerlo clavó sus uñas. Sentí un deseo insoportable por entregarme a ella. Por sentir su boca en mi cuerpo. La imaginé lamiéndome hasta el delirio con la misma devoción con que besaba. La presión de sus manos me empujó más hacia su vulva. Tomé distancia y volví a lamerla, esta vez con más intensidad. Abarqué con mi boca sus labios, los besé y recorrí con mi lengua firme en movimientos sin sentido. Sus jugos empaparon mi rostro y la chupé mientras se retorcía apretando sus piernas contra mis hombros. Sentí sus olores míos; su flujo, escaso. Sediento volví a chuparla, y sus uñas penetraron en mi carne. Me estremecí, y lejos de sentir dolor, perdí todo control. Su clítoris fue presa de mis labios. Atrapado, lo acaricié intensamente con mi lengua, al tiempo en que mis labios lo sostenían con dulzura. Sentí las palmas de sus manos en mis hombros. Tensas, como sus extremidades, me sostenían, al tiempo en que parecían querer alejarme. La presión de su cuerpo contra la butaca hizo que crujiera repetidas veces. Tiró su cadera hacia atrás, pero volví a su pubis nuevamente. Como en una lucha desesperada, íbamos y volvíamos; hasta que su estremecimiento fue un espasmo y sus manos, su cuerpo, fueron aflojándose. Apoyé mi rostro. Sentí la calidez de su sosiego. Y antes de incorporarme, la volví a lamer para hacer míos sus jugos, limpiándola con mi lengua.


III
Extasiada, me tomó por los hombros para que me incorporara. La luz de la pantalla reflejaba su rostro agotado, pero arrebatador. Sus ojos parecían húmedos. Acarició mis mejillas con ternura y atrapó mi boca con sus labios, devorándome sin compasión. Se separó un instante para observarme, como queriendo confirmar la materialidad de esos labios que la poseyeron en la oscuridad. Pude ver a través de ella. Darle un rostro al placer y a los misterios ocultos que había experimentado. Supe en ese instante que había comprendido. Que aquellos misterios no fueron esquivos a nuestros labios; que no existían palabras para traducir nuestro viaje vertiginoso. La tomé de la mano, me levanté, y ella conmigo. Salimos sin más, en las penumbras de un film cuyo argumento no importaba. Caminando enceguecidos sin destino aparente.

Acabo de observarla. Rendida entre las sábanas. Perfecta como el mármol, tierna y seductora en el ensueño. Suspira pausadamente. Dulce y hermosa, como sus secretos y anhelos. El murmullo de la brisa parece abrazarla. Vuelvo a su cuerpo en silencio. Cautivo de su boca, no puedo más que escurrirme entre sus brazos. Acomodarme en su regazo y entregarme al despertar incierto de nuestros miedos y fracasos. Al sonido de su voz, al lamento de nuestras encrucijadas, al desafío de esos misterios plenos de desenfreno.
(gentileza del amigo de una amiga, o mas bien de ambos)

jueves, febrero 23, 2006

Apodo corto

Tu ausencia
me sació
de incapacidad.
Me instruyó
de conocimiento
en la pérdida.
Ese apodo corto
que quise marginar
se ha vuelto complementario.
Parte de mis verbos
de mis pesadillas a cielo abierto.

(23/02/2006)

miércoles, diciembre 14, 2005

Los Estacionamientos (enamoramientos estacionarios)

Me parece, que la asociación directa del amor con la primavera es incompleta; que para ser más abarcativos, deberíamos observar los efectos del mismo a lo largo de todas las estaciones del año. Según mi propia vivencia, recuerdo haber pasado por más otoños que primaveras, pero supongo que también debe haber quienes perciban sus amoríos como calurosos veranos, pesados y abrasadores. ¿Y qué decir del invierno? Todos hemos vivido o escuchamos sobre casos de inviernos demasiado prolongados o interminables. Algunos piensan que un amor como “Dios manda”, debe seguir al ciclo natural: empezar en primavera, desarrollarse vivamente en verano, decaer en otoño y finalmente rendirse en el invierno, como sucede con algunas plantas. Para no ser tan negativos y pesimistas, suponiendo que la máxima duración de una relación amorosa “natural” se limitase a un año, podemos observar una excepción: en los casos en que los lazos de la unión se hicieron lo suficientemente fuertes y estables como para soportar el paso del otoño y el invierno, el desarrollo de este amor podría prolongarse en el tiempo. No estoy seguro si este es el caso más común, pero es el ideal de la mayoría.
Tanguito, en su canción mas famosa “Amor de primavera” decía: “Allí a lo lejos puedes escuchar a un amor de primavera que anda dando vueltas…”. Los seres humanos recibimos ambos fenómenos con un brote de entusiasmo, alegría y excitación; como un renacimiento. Este mismo efecto se produce en las flores, las plantas y los árboles. En base a esta serie de razonamientos quisiera plantear la siguiente hipótesis: “Los efectos de la naturaleza son apreciables en las personas como amor”, o también: “Los efectos del amor son apreciables en la naturaleza de todas las cosas”. La primavera cambia el escenario en la medida que los cuerpos van recuperando el protagonismo que les quitó el invierno. Aunque el sexo y el amor no deberían tener estaciones ni horarios preestablecidos, la primavera nos sugiere una especie de revancha erótica. Durante el invierno el cuerpo está más tapado y la sensibilidad se repliega. El nuevo ciclo estacionario nos libera interna y externamente.
La necesidad de paralelismo y comparación entre las especies que exige el relato, me obliga a situarme para seguir la tesis, como una parte no humana de la naturaleza. Después de buscar infructuosamente similitudes por apariencia o carácter que fueran significativas, y compararme con decenas de plantas y animales, me pareció adecuado pensarme como un árbol: un árbol de Tilo. Siguiendo con el desarrollo del análisis, estos serían los elementos a tener en cuenta: el árbol humanizado, el efecto de la primavera en el, la posible relación amorosa, y las consecuencias de la misma. Al llegar a este punto, me ví forzado a hacer un cambio. La imagen de la pareja de árboles me disgustaba, me resultaba ridícula y muy poco poética. En base a mis propias experiencias anteriores, decidí cambiar el Tilo correspondiente al sexo femenino por un Rosal. Sería entonces: “El árbol de Tilo enamorado del Rosal”, o,”El Tilo enamorado de la Rosa”.
Hace algunas primaveras, estuve afectado por un caso semejante. Recuerdo el invierno anterior, el vacío, la sensación melancólica propicia para la poesía y la soledad, la distancia entre los mundos, la vida interior. Súbitamente, como cuando pasamos una página y el cuento se termina en tres palabras, con el fin de la estación invernal surgieron los primeros acercamientos. Se me hace difícil separar mi visión instintiva como ser humano, de la que podrían sentir los otros seres vivos incapaces del razonamiento, pero veo que la naturaleza obra en todos de la misma forma, incluso burlando el intelecto con sensaciones más fuertes que cualquier pensamiento.
Esa hibernación me había dejado insensible y triste, apagado, lo supe al llegar el cambio. Recuerdo aquel sol tibio de casi mediodía que me inundó con su calor e hizo crujir mi corteza. De inmediato supe que estaba despertando. Mis sentidos comenzaron a ponerse en funcionamiento. Los árboles no vemos por los ojos como los seres humanos. Al igual que los ciegos, tenemos más desarrollado uno de los sentidos: el contacto con el resto de las cosas. Esta percepción es comparable a la combinación del tacto y el olfato en forma amplificada. El viento en su paseo incesante recoge sustancias microscópicas, infinidad de aromas y distintos tipos de fluidos, que va depositando sobre los puntos contra los que choca. Con ese toque impredecible, forma una especie de mapa en nuestra superficie que continuamente va refrescándose. Esto nos permite percibir el entorno con una claridad semejante a la visión.
Imagino que mi despertar debe haber sido algo tardío. Cuando pude tomar conciencia del momento presente y del entorno, me sorprendieron perfumes maravillosos. Seguramente pertenecían a quienes habían despertado un tiempo antes y ya estaban empezando a florecer y a dar frutos. Entre todos ellos, hubo uno que me distrajo del resto. No podía determinar porque era tan especial para mí. Si la intensidad extrema de su fragancia se debía a la proximidad, y por esto me parecía tan profunda, compleja e interesante. Con el paso de los días la continuidad del aroma se hizo permanente. Comenzó a volverse para mí una parte fundamental del aire, una obsesión. Ya no importaba en qué punto me tocaba el viento, desde que rumbo me visitaba. Siempre traía consigo su frescura, su dibujo y ese mismo perfume embriagador. Para esta fecha sabíamos muy poco el uno del otro. Después de las primeras charlas empezaron a gestarse las coincidencias, también la mutua atracción. Los gustos compartidos y la misma forma de expresar y mostrarnos nuestras pasiones. Las palabras tímidas, la mirada cómplice. La búsqueda conciente del otro, la sensación de bienestar. Sin darnos cuenta, algo había dejado fuera de control a nuestros pensamientos. Seguían al mando pero varados en el deseo.
Esa mañana había estado insensible. La ausencia de la brisa me había cegado durante unas horas. Pasado el mediodía me despertó una fuerte ráfaga que agitó todas mis ramas. La tormenta estaba acercándose. Los primeros minutos me distraje concentrado en el vaivén de las hojas, su contacto fresco contra el tallo, la paulatina pérdida de mis flores que ahora regalaban su aroma al espacio abierto. Entre tanto, también percibía con mayor cercanía el perfume de mi hechicera. Los azotes del viento soltaban sus frutos, y fue entonces cuando algunos de sus pétalos tripulantes de la tromba de aire me rozaron. Sentí que cualquier imagen de suavidad extrema conocida, era ínfima comparada con esa caricia. Volvieron a tocarme, y pude confirmar mi apreciación. Me preguntaba si mis frutos estarían provocando el mismo efecto en ella.
Le dije si quería ir a comer y me dijo que si. Fuimos al cine, paseamos por Palermo y después la invité a mi casa. Puse música, preparé café, y seguimos nuestra charla sentados en el sillón amarillo sin poder dejar de mirarnos. El diálogo era intrascendente, palabras sueltas de sonido cadencioso y sugestivo sin pretensiones lingüísticas. Los dos estábamos esperando que se diera el momento propicio para besarnos, ese espacio mágico de silencio ambiental que coincide exactamente con el fin de las palabras. Creo que dejé pasar dos o tres de esos antes de animarme. Cuando por fin lo hice, el encaje de los cuerpos fue absolutamente complementario. Su boca tenía una textura perfecta, una tibieza ideal. Al besarla sentí como empezaba a poseernos el fulgor de la pasión, esa puerta que cuando se abre te conduce al desenfreno de los sentidos. Nos recostamos. Las caricias que siguieron a los besos aumentaban la excitación. La música y la luz tenue completaban el escenario de ensueños.
Cuando las ramas se aquietaron y quedaron apenas balanceándose por la inercia del movimiento anterior, hubo un segundo de calma. Era el instante de paz que precede al estallido de la tormenta. Una gota, diez, cien gotas. Empecé a leer el olor del la tierra mojada, el camino de la lluvia recorriendo mi superficie en cada una de mis extremidades. Algunos pétalos que habían quedado suspendidos entre mis hojas comenzaron a degradarse al contacto con el agua. Entonces si, pude sentir plenamente su beso, su caricia en mi tallo, su libación en mi cuerpo. Ese líquido perfumado penetrando mis tejidos me satisfacía, me daba una sensación de saciedad y plenitud, de alimento del cuerpo y los sentidos. Una compleja simplicidad. Las ramas chocaban entre si, se arrancaban unas a otras las últimas flores humedecidas que todavía estaban adheridas. De a ratos me alcanzaba el aliento del rosal, cuando la vorágine de agua y aire a toda velocidad lo traía más cerca de mí. Deseé profundamente que el peso de los brotes empapados y la fuerza del viento, hicieran posible nuestra unión. En un momento, sus hojas llegaron a tocarme. Al siguiente contacto llegué a sentir su flor. Estuve gozando del roce, la suavidad, y el perfume, durante los minutos que duró el incesante ir y venir de su cuerpo provocado por el clima. El sentimiento me condujo al éxtasis.
La noche moría entre nosotros, ya era vieja; estaba amaneciendo. Fui a despertarla con una caricia, otra caricia; con el impulso de los sentimientos regenerados, y la pasión instalada entre los ojos como el puntero láser de una mira telescópica. Directo a los pensamientos. Sometido hasta el delirio por los efectos del vértigo y la esperanza en el amor. De pronto se declaro el diluvio. El cielo pareció abrirse y liberar una cantidad infinita de demonios. Sentí el descenso de la temperatura provocado por la lluvia y por la fuerza del viento constante contra mi cuerpo mojado. Lo que antes había sido un viento cómplice, comenzó a desgarrarme, a desgarrarnos. Lo que antes nos había libado nos estaba inundando. Los brotes desgarrados del rosal se soltaron y terminaron estrellándose contra mis ramas, quedando incrustados contra distintas partes de mi cuerpo. Las espinas me atravesaron la piel, los tejidos, el alma.
Finalmente, la locura ingobernable del entorno se detuvo. Salio de la ducha, se secó, y rápidamente preparó sus cosas para irse. Insistí en pedirle que me acompañe a desayunar, pero ella me dijo que tenía otro compromiso y se fue. A pesar de la calma, del incipiente sol devolviéndole fuerza a mi cuerpo lastimado, no lograba evitar el dolor de aquellas espinas. Junto con el agua que todavía se arrastraba hacia abajo por mi tallo, comenzó a derramarse mi sabia. Los intentos por acercarme a ella fueron en vano. La indiferencia y la distancia impuesta, crecían en proporción directa con el aumento de mi tristeza y mi decepción. El dolor se hizo tan fuerte que abarcó la percepción total de mis sentidos, y duró en esa intensidad el tiempo que tardaron en desprenderse los brotes.
El invierno volvió a encontrarnos con su carga interminable de soledad y melancolía. El ciclo vuelve a repetirse, y con el la esperanza que despierta cada año la primavera.

(1/12/2005)

Lullaby

Un abrir y cerrar de ojos, otro abrir. La luz que encandila, las sombras difusas junto a la cama. Personas de humo, fantasmas de carne y hueso. La nada que es todo; el miedo, el dolor. La nada y el silencio. El silencio es lo que más me perturba, a pesar del resto, a pesar de saber que la muerte me busca. La muerte es el destino de todos, el silencio es mi verdugo personal. Asumo algunos errores, justifico mi debilidad. No existe hombre capaz de blandir el destino. Fui juzgado. Soy culpable por no haber tenido una vida digna de mis deseos. En la quietud de la habitación, en este profundo silencio del que sólo se escapan sonidos tenues: la respiración acabada de los que siguen vivos, el zumbido de los aparatos, esporádicos pasos del exterior; percibo el sentimiento de quienes me acompañan como una caricia que no puedo aceptar. Me llena de impotencia, de lastima, de un rencor infinito. Quisiera acercarme a ellos, los que sufren; olvidar mi propio fracaso y demostrarles que aún tengo sentimientos. No puedo hacerlo sinceramente. Mi egoísmo de siempre me ha seguido a este cuarto, me tiene anclado en una sensación de desprecio absoluto, por mi mismo, mi vida, mi muerte, la vida y la muerte de todos. Apenas perceptible, comienzo a escuchar por encima de mis pensamientos, una melodía disonante que me recuerda a alguna canción de cuna que conozco. Me invade un sentimiento distinto y algo confuso de alegría inmensa, se vuelve más concreto. Me consuela, me contiene. Descubro que sigo vivo, porque esa canción es parte de mi vida, una parte que fue importante. La repito en mi mente, me hace bien hacerlo; comienzo a tararearla. Nadie parece escucharme, saben que intento decir algo pero no me entienden. Se conmueven al verme mover los labios. Es tan hermosa, me llena de calma, me apasiona. Ahora puedo verlos a mí alrededor: mis hijos, mi hermano, mis padres, mi mujer. ¿Cómo puede ser posible que estén todos aquí reunidos?. Les sonrío. Logro hacer un puente de comunicación entre nosotros, les muestro cuanto los quiero, cuanto me alegro de verlos. Mi tío, apoyado en el marco de la puerta de la habitación, está tocando en un piano de juguete la canción que escucho; suena desafinado pero es emocionante y me hace feliz. La música me conduce a un recuerdo: el barrio de la infancia, el departamento de mi abuela, las ventanas abiertas, el ambiente iluminado. La merienda servida y el sabor especial de su té con leche, la lata de galletitas rotas casi vacía. La radio encendida, el canario apagado; los binoculares del abuelo siempre prohibidos. La mesa de cedro sin mantel, la pizza más rica del mundo hecha con el tuco de los ravioles, mis padres y ella esperándome para empezar a comer. Un cerrar y abrir de ojos, ya estar mejor. Me siento fuerte como para ponerme de pié, lo intento. Al notarlo mis hijos se sobresaltan, me obligan a recostarme; mi madre me ofrece su mano y así consigo levantarme. Cuando me estoy yendo, no alcanzo a comprender porque algunos se quedan llorando.

(16/11/2005)

Casa Rusa

Lo poco que recuerdo del momento del partido, es que estábamos en silencio y que no era mi turno de jugar. También es posible que todos hubiéramos estado callados pensando lo mismo, que nadie supiera a quien le tocaba.
Cada piso del edificio era un departamento completo, un palomar de hormigón; tenía incluidos como parte de los ambientes, al pasillo y a la escalera que comunica con los otros pisos; no había ascensores.
Éramos tres o cuatro los participantes del juego; estábamos reunidos en un pasillo, que en este caso era parte del living. La cabeza baja, la mirada perdida en las cartas; sometidos a un estado de alerta absoluta, que por momentos se confundía con la sensación de miedo. Parecía que la inercia en el silencio y la quietud, iban a prolongarse indefinidamente; cuando algo turbó la calma y distrajo mi atención. Empezaron a escucharse pequeños golpes provenientes de los pisos de arriba; y aunque iban aumentando de volumen no terminaba de distinguirlos: crujidos, pasos, corridas; eran cada vez más intensos y más cercanos. De repente tuve una visión; se diseminó en mis ojos como tinta negra, y terminó cubriéndome por completo de oscuridad. Perdí toda percepción sensorial y noción del tiempo. Cuando pude recuperarme, note que seguía en el mismo sitio; el ambiente parecía más grande. Los sonidos que antes me habían parecido pasos, sonaban como estallidos; como la descarga de algún tipo de arma de fuego, accionada en forma repetitiva contra el piso. El peligro, o lo que sea que fueran esos ruidos indefinibles, estaba llegando al pasillo del piso superior; justo encima de nosotros.
Instintivamente comencé a correr. Llegué hasta el borde de la escalera y empecé a bajar. Miré de reojo al resto de los jugadores, y pude ver que seguían inmóviles; supuse entonces que venían por mí. El enjambre de pasos o metralla me seguía en la carrera, y la distancia entre ellos y yo disminuía. Durante el descenso, las escaleras y los pasillos se iban convirtiendo en paisajes distintos según los transitaba: una cocina, una sala de estar, un baño inmenso, un galpón, una galería; que siempre terminaban, en el vértice del primer escalón de la próxima escalera descendente. Este proceso de persecución y cambios de escenario, debe haberse manifestado ante mis ojos unas siete u ocho veces, hasta que volvió a repetirse el living; donde había estado jugando en un principio. Volví a dudar de mi percepción, me sentí preso, atrapado; supuse la probable impotencia de mis pasos, mi esfuerzo inútil y sin sentido, sin escape, sin destino; sentí pánico y confusión; igualmente eludí al grupo de jugadores y seguí corriendo en la misma dirección. Habré bajado el circuito completo del edificio un par de veces más, cuando mis piernas empezaron a flaquear. Finalmente, agobiado por el miedo y el cansancio, rodé hasta uno de los descansos.
El contacto de una brisa intermitente y suave con mi cara, me despertó. Estaba sentado, flotando en ella; yendo hacia arriba por las escaleras. Volví a oír esos pasos de batalla, esos golpes de acero contra el acero, esa marcha constante sobre mí, conmigo, dentro mío; pero esta vez no había temores, estaba feliz. Sentía el espacio abierto de mi mente, el descanso; podía presentir la próxima pendiente. Comencé a bajar los niveles a gran velocidad, sin esfuerzo; llevado por ese viento y ese ruido, por esa fuerza inexplicable; como montado en el vagón de una montaña rusa, las caídas, las curvas, los rieles. Cuando pasamos por el living el grupo había desaparecido, también las cartas. Al llegar al siguiente pasillo, que en este departamento era parte de la cocina; me vi tirado sobre las vías, al final de la bajada mas pronunciada.

(09/11/2005)

viernes, noviembre 04, 2005

Los valientes

Peso 55 kilos, y para los 12 años que tengo es más que suficiente (al menos eso dice mi pediatra). Desde que recuerdo me gustaron las golosinas, los helados y la gaseosa. Me niego a aceptar que mi costumbre inofensiva y gratificante, tenga que convertirse en algo prescindible para mí vida. Peor es robar, matar, o someterse al sacrificio de tener que comer verduras y hacer ejercicios.
A mi mucho no me importan los apodos, y que me digan gordo me parece algo hasta cariñoso. Salvo en casos excepcionales (algún cumpleaños o en el cole), cuando me doy cuenta que a pesar de mi simpatía y mi superficie, las chicas me ignoran como si fuera el pibe invisible. No es que sea feo, pero creo que las mujeres aprecian la belleza de los hombres en forma distinta con la edad. Por ejemplo: La combinación de kilos y pecas que para mami representan algo encantador, gracioso, y ser un chico “bien alimentado”, no parece ser algo significativo para mis compañeras, sino más bien algo insignificante.
Era un día de clases como cualquier otro. Estábamos en el aula después del segundo recreo, cuando la señorita Nancy hizo una pausa en su discurso sobre la mala conducta, y nos contó que la semana próxima iríamos a la revisación sanitaria en el Rawson. Hubo un instante de silencio total que dejó en evidencia la inocencia y el terror del grupo. Ninguno de nosotros sabía exactamente lo que era una “revisación sanitaria”, ni tampoco había oído hablar del “Rawson”, pero las dos cosas sonaban inexplicablemente horrorosas. Seguramente para no hacer el ridículo nadie pregunto nada. Todos nos quedamos en silencio esperando alguna aclaración o palabra de alivio que calmara nuestra instintiva preocupación. La maestra volvió a mirarnos y dijo: “Bueno, ahora sigamos con un poco de historia.”. Algunos suspiraron aflojándose en sus pupitres, otros quedaron boquiabiertos, y el resto, los que todavía manteníamos la mirada fija en ella esperando una respuesta, comprendimos cuando terminó de pasar las hojas del manual y empezó la lectura, que con esto se deshacía nuestra última esperanza de tranquilidad. Pensé que la explicación mas lógica podría ser que iríamos a conocer los baños de algún circo, iba a compartirla con los otros para tranquilizarlos pero por suerte decidí callarme.
Algunos son más valientes y otros más cobardes. En ese momento no podía saber en cual de los grupos estaba incluido, o si en realidad era una especie de mutación “promedio cambiante” según las circunstancias. Lo peor del caso, es que no había un motivo real y concreto para estar asustado. Pero lo estaba.
Llegué a casa y mami estaba esperándome con la comida servida. Me senté en la mesa como siempre, y lo primero que hice antes de probar un bocado fue preguntarle sobre el “Ruasón” (o como se llame), y la sanitaria esa. Claro, era casi como me había imaginado. Había que hacerse unos cuantos estudios “de plutina” (una parte del cuerpo que no conozco), para saber si eras sanito antes de ingresar al colegio secundario. Me dijo que me quedara tranquilo, que todo iba a salir bien. Que ya me había hecho uno parecido con el doctor Crespo hacía poco, y esto era lo mismo pero de una forma “oficial”, yendo en grupo con la gente del colegio y con otros doctores, cosas legales. Aunque entendí bastante de su explicación, me quedaron dudas, y algunos cabos sueltos. Ya estaba más calmado, pero la espera y la inminencia del almuerzo, me llenaban el bocho de preguntas. Pensaba, si seguía preocupado realmente o sería la falta de alimentos lo que me estaba afectando. ¿Porqué sería tan importante la plutina esa?, y ¿porqué le habrían puesto nombre de planeta?. No hay nada más feo que tener hambre y no saber algunas cosas importantes.
Esa mañana tuve que levantarme mucho más temprano que de costumbre. Cuando vino mami a las cinco y media de la mañana a despertarme, no podía estar seguro si las sacudidas que sentía eran parte de una terrible pesadilla o una triste realidad. Y eran eso, ambas cosas. Como era tan temprano no podía prender la luz, así que me vestí a las apuradas en la oscuridad. No podía encontrar un calzoncillo decente (eso me había pedido mamá que busque), así que me puse uno que al menos parecía no tener ningún orificio. Salí sin hacer bochinche de la habitación para no despertar a mis hermanos, y cuando quise ir a desayunar me dijeron que no había tiempo. Ya estábamos saliendo, cuando al pasar por la cocina intenté manotear unas Lincoln para ir comiendo durante el viaje. En cuanto mami adivinó mi intención y sin decir palabra, me aplicó un certero correctivo en la nuca, que me disipó el apetito y la fiaca por un rato.
Llegamos al portón principal a las ocho menos cuarto, todavía era de noche. Cada uno de mis compañeros había ido con su mamá y estaba ubicado cerca de ella (su papá en el peor de los casos). Esa escena oscura de gente amuchada en grupos, de ojos hinchados por el sueño, del sitio lúgubre y desconocido, le daban al amanecer una sensación triste como de velorio. Todos estábamos en silencio, ni los padres hablaban. Apenas hacían algún gesto de saludo con la cabeza a sus conocidos.
Cerca de las ocho y cinco con un estridente ruido a metales oxidados que se rozan se abrió el portón. Hicimos una fila, tomamos distancia como siempre y fuimos entrando a paso lento al edificio. Seguramente por el sueño de todos y por la inercia del movimiento en conjunto, la fila se detuvo de un modo uniforme en el hall principal. Como una formación de trenes que finaliza su recorrido en la estación terminal.
La seño tomo lista y todos dijimos presente, algunos más bajito porque además de sueño teníamos hambre. En un día normal y para ese tiempo de estar despierto, yo ya llevaría comidos como mínimo dos café con leche y cuatro o cinco panes con manteca. Me sentía débil, dormido y bastante asustado.
Súbitamente la formación volvió a moverse en alguna dirección indicada por el señalero que en este caso era Nancy. Con el andar de los pasos iba saliendo del sueño y acercándome a la realidad, empezaba a notar el amanecer que se colaba por los ventanales sucios de los pasillos del hospital. La caminata nos llevo hasta una puerta, donde volvimos a tomar distancia para restablecer el orden. El incómodo suspenso y el hecho de estar más despiertos, nos hacía estar inquietos. Supuse que irían pasando uno a uno “los valientes” (también conocidos como petisos) hasta llegado mi turno. Primero los primeros, los de adelante. Ser de adelante tiene sus pros y sus contras. Cuando formamos a la salida siempre son los primeros en irse, lo mismo en los actos. La maestra siempre despide con más cariño a los primeros. Después va perdiendo el afán con el paso de los alumnos. A los últimos ni los mira. A la hora del castigo, los gritos más fuertes siempre son para los de atrás, sea por casualidad o causalidad. Y aparte de todo esto, también están los prejuicios que todos conocemos…. Si no hay culpables, fueron los del fondo. Otra vez volví a sentirme lejos de los extremos, en un grupo que estaba en una zona gris e indefinida. Esta vez por mi ubicación en la fila. Por suerte soy bastante alto para mi edad, y me vi excluido del grupo de “los valientes”. Paradójicamente, no ser un valiente me llenaba de orgullo.
Los padres se habían apartado del grupo, y estaban reunidos (ahora si) cuchicheando entre ellos, regalándonos adioses con la mano, con cara de tener cargo de conciencia. Cuando se abrió la puerta, salió una mujer mayor vestida de guardapolvo verde gastado que no podía ser otra cosa que una enfermera vieja. Nos dijo que fuéramos pasando de a tres. Nancy apoyó su mano en el hombro de los primeros seleccionados y estos traspasaron el umbral. La puerta se cerró detrás de ellos con un sonido espantoso.
El tiempo que duró el pasaje, del ruido del portazo diluyéndose al silencio más profundo, fue exactamente el mismo que tardó en romperse. Algo andaba mal. La puerta cerrada se abrió, y uno de los chicos sacó un brazo mientras gritaba pidiendo ayuda. Inmediatamente volvió a tragárselo. Con el silencio de ultratumba que se había instalado entre los presentes, podían escucharse con claridad los sonidos sordos que se filtraban desde el vientre del edificio. Gemidos, golpes, pataleos y suplicas por piedad, de quienes habían quedado atrapados adentro. El resto de nosotros estaba paralizado. Como un acto reflejo, busque a mamá con la mirada. Estaba con otros padres charlando como si nada pasara. Le clavé la vista esperando una respuesta, un gesto, un insulto, algo lógico. Me miró con una sonrisa pequeña y displicente, después volvió a repetirme su mecánico saludo con la mano. Ese extraño comportamiento frente a los hechos que estaban ocurriendo delante de sus propios ojos terminó de aterrarme. Por primera vez en la vida me sentí solo. Me sentí tonto, feo, gordo y solo. Algunos seguíamos paralizados, otros no. Cedrés por ejemplo (que es uno de los más tranquilos del grado), estaba en la fila parado delante de mí. Sin dudarlo, se lanzó corriendo con los brazos extendidos hacia el grupo de padres, en busca de la pierna de su mamá. Al verlo correr así, fuera de control y en forma desaforada por el pasillo, tres o cuatro de las chicas entraron en pánico e hicieron lo mismo.
El resto de la fila se quebró en varios grupos. Unos salieron corriendo sin dirección aparente, otros se aglutinaron y discutían entre sollozos y palabras, otros como ausentes, no daban crédito a lo visto. Nancy intentaba poner orden a los gritos, mientras algunos padres trataban de tranquilizar a sus hijos y a los que estaban más nerviosos.
La sensación de miedo en masa estaba diseminada entre nosotros y hacía insostenible la situación general. Para deshacer el caos era necesario recuperar la confianza del grupo, y para esto había que ser sinceros y hablar con la verdad (eso creyó Nancy). Después del tercer grito, vino el último. Entre un corto espacio de silencio y otro, Nancy aprovechó para ir colando palabras sueltas, y pedir serenidad. Su tono de voz cadencioso y pausado, fue aquietando poco a poco los ánimos, y realentando los movimientos reflejos de quienes todavía deambulaban como bola sin manija por el salón. Parecía el fin, del principio del fin. Los trompos volcados, las gárgolas, y los otros como yo escuchábamos. La tregua era momentánea. Solo alcanzó a decir: “Chicos, es solamente un…”. En el preciso instante en que Nancy con elocuencia estaba por completar su frase reveladora y necesaria, volvió a abrirse la puerta y salió Esteban Cuello (el primero de los petisos), llorando a moco tendido y con la cara bañada de lágrimas. Una imagen vale más que mil palabras…. El efecto trompo volvió a repetirse pero esta vez de un modo endemoniado. Éramos un huracán humano en cautiverio. Diría que de ser posible, además del huracán estábamos encerrados en el mismo escenario, un carrusel, una montaña rusa, y los autitos chocadores, hechos carne y hueso desenfrenados. Los gritos y el horror se multiplicaban en forma exponencial. Nancy ya no gritaba, y a decir verdad creo que estaba a punto de sumarse al corso. Cuando salió el segundo prisionero sin lágrimas en los ojos, el fenómeno cambió de grado cinco a tormenta tropical. Traía el brazo izquierdo recogido hacia arriba, y con el dedo mayor de la mano derecha se presionaba la parte interior del codo izquierdo.
Por encima del barullo descendiente, se sobrepuso la voz de Nancy (algo recuperada) diciendo: “…vieron que no era nada grave, fue solo un pinchazo”.
Se escucharon murmullos, y preguntas a todo volumen. Algunos padres se acercaron a contener a los nuevos afligidos, que habían comenzado a llorar después de haber conocido la realidad inevitable.
Me quedé un rato largo retraído en silencio mientras esperaba mi turno, como esperando la caída de un telón imaginario. Pensaba en el poder destructivo que algunas veces puede tener la imaginación, y buscaba los caminos que nos llevaron hasta ese punto en esa mañana tan precipitada. Ya no había misterios, tampoco esperanza.
La fila de los restantes ya casi estaba nivelada con la de los pinchados, como en un sube y baja cuando ambos participantes están en el aire. El clima era denso. El paso de la procesión parecía depararnos una sensación de continuidad en algo terrible e interminable. Aburrido y triste. La certeza y la decepción de haber tenido miedo y no motivos.
Yo cumplí con mi deber de hijo y alumno sin hacer escándalo ni dar el ejemplo. Pero sin dudas, el segundo petiso había sido realmente un valiente, y un justo integrante del grupo.

(03/11/2005)