lunes, febrero 27, 2006

El experimento

I
No podría ubicar el instante, ni las circunstancias que nos llevaron a ese encuentro. No con la rigurosidad que podrían suponer. Creo que si le preguntaran a ella, tampoco podría dar respuestas. Tal vez fue esa prueba que nos hicimos. Un desafío fundamental que nos juramos cumplir en el momento en que nos viéramos nuevamente.
La recordaba como a un espejo. No por las similitudes, sino por el misterio tras el cristal. Las verdades ocultas, las dimensiones aplanadas en un no espacio infinito. La negación eterna, el umbral infranqueable. Como un misterio de curvas anodinas, labios carnosos, manos perfectas y mirada esquiva. Un recuerdo intenso e impreciso; de allí mi sorpresa sobre la avenida Corrientes. Se lo había comentado, y ambos accedimos a probarnos.

Años atrás descubrí la verdad, mi práctica verdad. Descubrimiento, no invento. Porque a veces las creaciones, por miedo o espanto, conviene adjudicarlas a entidades superiores y llamarlas descubrimientos. Pero en este caso no; fue mi sencillo descubrimiento. Práctico, en un principio verosímil; luego verdad. Errando y fallando, con escasas sonrisas, fui acertando en besar para conocer. Como práctica del entendimiento, y como anclaje de esas miradas que tanto me fascinan. Y fue esa relación la que me llevó a descubrir más allá de los deseos apriorísticos; porque las miradas fascinantes se tornaban vacías a la hora de estrechar los labios. De allí los sinsabores, los vacíos extremos, el desconsuelo, y ese amargo sabor a fracaso, posterior a los deseos quiméricos. Y resultó, debo decir que resultó. Confíe el destino a mis labios, como órgano supremo de entendimiento más allá de la razón. ¿Metafísico? Tal vez, pero aún más predictivo que cualquier ejercicio pensado.
Así fue que comencé a sospechar de esas bocas rígidas, de las coreografías forzadas, de los suspiros y las lenguas contenidas. Como un científico, fui registrando cuanto fracaso y acierto experimentaba. No tomé notas. Esta es la primera vez que lo hago. Solo aconsejaba y comentaba a los míos sobre mis avances. Todos asintieron en un primer momento, aunque no pudieron ocultar su escepticismo. Sin dudas atribuyeron a la excentricidad de mi espíritu tal vocación. Sentí sus miradas, y los carraspeos propios de quién cree saber más allá de lo desconocido. Pero al tiempo, cuando los fracasos acumulados se les hicieron insoportables, volvieron a ilustrarse sobre el devenir de mi búsqueda. Y debo decir que en mi interés nada había de altruista. Era el egoísmo puro quién me movía. El deseo de experimentar la narcosis más allá de la acción. La alquimia de los labios, la transmutación de la saliva en miel, su genitalidad sabrosa, la efímera voluptuosidad de la satisfacción como experiencia eterna.
Y si confiaba mis secretos, lo hacía por ego. Ya a esta altura, debo decirlo. Nada tengo que ocultar. Porque día a día reafirmaba mis hipótesis y avanzaba increíblemente hacia una ley universal; sabiendo que sólo el reconocimiento de mis semejantes podría simular la fastuosidad de un galardón científico. Inalcanzable de plano, y absurdo para mis verdaderos intereses. Decidí entonces abrirme para comprobar la validez de mis descubrimientos. Algunos lo intentaron pero desistieron; otros se volvieron militantes luego de comprobar lo evidente de tal hallazgo. Yo sonreía desde la satisfacción de las analgésicas certezas, aunque en lo profundo me desgarrara el dolor de mis vacíos en una búsqueda ya imposible.

Su presente enigmático, pantanoso, irrumpió. Tan misteriosa como los sueños que me desvelan, volvió a hablarme después de mucho tiempo. Mis recuerdos, imperfectos e idealizados, retornaban una y otra vez a sus palabras. Más específicamente, a una de sus cartas en donde me amaba más allá de lo imaginable. Seguro en la certeza de mis hallazgos, le confié el secreto de la selección. De la experiencia devastadora de toda suposición. Donde las miradas, las palabras, las expectativas y los deseos se simplifican en la dilución de las bocas. Noté su curiosidad y la festejé; como aquella primera vez al observarla en un desolado amigo. Y la certeza sembró duda, y la duda hizo que acordáramos besarnos. No como bautismo, sino como experimento.
Temí que el encuentro nos fuera desgraciado. Tal vez porque la supuse esquiva, imaginé que no vendría. Por suerte Corrientes me brindó el abrigo alternativo. Siempre lo es. Un respaldo ante los plantones y desencuentros. Un calidoscopio alucinante que vuelve fugaz todo desengaño. Corrientes y Uruguay. La aridez de una esquina bancaria y el refugio de un cine. Allí la esperé, construyéndome entre libros si me olvidaba. No recuerdo mucho de los tiempos ni las esperas. Ni yo conté los minutos, ni ella los acumuló. Estaba de espaldas cuando sentí su mano en mi hombro. Giré con sorpresa y me besó.

II
Ebrio. Toda reflexión fue imposible, y apenas puedo describirlo. Nuestros labios se fundieron abrazando nuestras lenguas en una danza lisérgica. Bebí de su saliva incansablemente. Sentí la suavidad de los movimientos corromper todo espacio y tiempo. Mis ojos cerrados, la oscuridad, el silencio; mis sentidos desenfocados involuntariamente. Intoxicado más allá de los presagios, desconocí otro mundo distinto al de su boca. Conocí el abismo de sus miedos, la desolación de sus deseos, el aroma de sus sueños. La dulzura de la forja hacía imposible toda sustracción de aquel momento. Retorné al deseo, y el deseo me amarró. Incapaz de rebelarme, me entregué rendido al torbellino misterioso de su luz. Confinado a un no espacio carente de tiempo, surqué el umbral de los espejos; las dimensiones improbables del desenfreno, los sabores penetrantes del placer.
Nos separamos lentamente. Nos miramos sorprendidos. Atónitos. No nos dijimos nada. No lo necesitamos. Curiosos, nos acercamos nuevamente; y como quienes sospechan del sol, fundimos nuestros labios una y otra vez. Y los misterios tuvieron imágenes; los aromas, colores; los abismos, sentido.
Quisimos retornar a la distancia; no para sustraernos del deseo, sino para explicarlo. Lleve la mano a mi boca. Sentí intenso el hormigueo de sus labios aún presente. La observé absorta en alguna reflexión o deseo inconfesable. Abrí mis ojos más allá de las cuencas. Sin decirnos nada entramos al cine; sin encontrar explicación, a la sala. Nos sentamos. La luz fue desapareciendo, y como si quisiéramos comprobar la omnipresencia de las sensaciones vividas, comenzamos a besarnos.

Incrédulos, exploramos nuestros contornos y accidentes. Sentí suspiros inaudibles y me alejé de sus labios para descubrir la armonía de su piel. Jadeante se entregó sin dudarlo. Acaricié sus pechos, sentí el ardor de sus muslos, la humedad de sus surcos. Irreflexivo, me arrodillé en la oscuridad. Quise descubrirla con mi boca. Experimentar la suavidad de su vulva; lamerla con devoción hasta el desquicio. Sin tocarla con mis manos, sin corromper sus fluidos, la descubrí ante mi boca al desnudarla. Me acerqué lentamente, y al hacerlo rozaba con mis mejillas la perfección de sus piernas. Primero aspiré profundamente, haciendo míos sus aromas. Cálidos, dulces y enloquecedores. Sentí el calor húmedo invadir mi rostro; y con la lentitud que sólo el deseo ciego puede dar, descendí hasta enfrentar sus vapores lujuriosos. Lamí despacio, explorando la separación de sus labios. Sentí su flujo escurrirse y lo imaginé transparente y embriagador. Pude atraparlo con mi lengua y saborearlo. Me sentía abrigado por sus piernas. Sentí la tensión de sus muslos en la entrega. El estremecimiento de su cuerpo al abrirse. Volví a lamerla despacio. Esta vez quise abrir el surco de sus labios, conocer sus pliegues y recorrerlos. Lentamente fui lamiendo su interior. Hervía lubricado, haciendo difícil todo intento por explorarlo. Comencé a beberla, chupándola lenta y suavemente. Sus manos tomaron por la fuerza mi cabeza. Sentí la contención imposible de un gemido irrefrenable. Se aferraba a mí, desbocada y delirante. Tomó mi nuca con fuerza, y al hacerlo clavó sus uñas. Sentí un deseo insoportable por entregarme a ella. Por sentir su boca en mi cuerpo. La imaginé lamiéndome hasta el delirio con la misma devoción con que besaba. La presión de sus manos me empujó más hacia su vulva. Tomé distancia y volví a lamerla, esta vez con más intensidad. Abarqué con mi boca sus labios, los besé y recorrí con mi lengua firme en movimientos sin sentido. Sus jugos empaparon mi rostro y la chupé mientras se retorcía apretando sus piernas contra mis hombros. Sentí sus olores míos; su flujo, escaso. Sediento volví a chuparla, y sus uñas penetraron en mi carne. Me estremecí, y lejos de sentir dolor, perdí todo control. Su clítoris fue presa de mis labios. Atrapado, lo acaricié intensamente con mi lengua, al tiempo en que mis labios lo sostenían con dulzura. Sentí las palmas de sus manos en mis hombros. Tensas, como sus extremidades, me sostenían, al tiempo en que parecían querer alejarme. La presión de su cuerpo contra la butaca hizo que crujiera repetidas veces. Tiró su cadera hacia atrás, pero volví a su pubis nuevamente. Como en una lucha desesperada, íbamos y volvíamos; hasta que su estremecimiento fue un espasmo y sus manos, su cuerpo, fueron aflojándose. Apoyé mi rostro. Sentí la calidez de su sosiego. Y antes de incorporarme, la volví a lamer para hacer míos sus jugos, limpiándola con mi lengua.


III
Extasiada, me tomó por los hombros para que me incorporara. La luz de la pantalla reflejaba su rostro agotado, pero arrebatador. Sus ojos parecían húmedos. Acarició mis mejillas con ternura y atrapó mi boca con sus labios, devorándome sin compasión. Se separó un instante para observarme, como queriendo confirmar la materialidad de esos labios que la poseyeron en la oscuridad. Pude ver a través de ella. Darle un rostro al placer y a los misterios ocultos que había experimentado. Supe en ese instante que había comprendido. Que aquellos misterios no fueron esquivos a nuestros labios; que no existían palabras para traducir nuestro viaje vertiginoso. La tomé de la mano, me levanté, y ella conmigo. Salimos sin más, en las penumbras de un film cuyo argumento no importaba. Caminando enceguecidos sin destino aparente.

Acabo de observarla. Rendida entre las sábanas. Perfecta como el mármol, tierna y seductora en el ensueño. Suspira pausadamente. Dulce y hermosa, como sus secretos y anhelos. El murmullo de la brisa parece abrazarla. Vuelvo a su cuerpo en silencio. Cautivo de su boca, no puedo más que escurrirme entre sus brazos. Acomodarme en su regazo y entregarme al despertar incierto de nuestros miedos y fracasos. Al sonido de su voz, al lamento de nuestras encrucijadas, al desafío de esos misterios plenos de desenfreno.
(gentileza del amigo de una amiga, o mas bien de ambos)

jueves, febrero 23, 2006

Apodo corto

Tu ausencia
me sació
de incapacidad.
Me instruyó
de conocimiento
en la pérdida.
Ese apodo corto
que quise marginar
se ha vuelto complementario.
Parte de mis verbos
de mis pesadillas a cielo abierto.

(23/02/2006)