viernes, noviembre 04, 2005

Los valientes

Peso 55 kilos, y para los 12 años que tengo es más que suficiente (al menos eso dice mi pediatra). Desde que recuerdo me gustaron las golosinas, los helados y la gaseosa. Me niego a aceptar que mi costumbre inofensiva y gratificante, tenga que convertirse en algo prescindible para mí vida. Peor es robar, matar, o someterse al sacrificio de tener que comer verduras y hacer ejercicios.
A mi mucho no me importan los apodos, y que me digan gordo me parece algo hasta cariñoso. Salvo en casos excepcionales (algún cumpleaños o en el cole), cuando me doy cuenta que a pesar de mi simpatía y mi superficie, las chicas me ignoran como si fuera el pibe invisible. No es que sea feo, pero creo que las mujeres aprecian la belleza de los hombres en forma distinta con la edad. Por ejemplo: La combinación de kilos y pecas que para mami representan algo encantador, gracioso, y ser un chico “bien alimentado”, no parece ser algo significativo para mis compañeras, sino más bien algo insignificante.
Era un día de clases como cualquier otro. Estábamos en el aula después del segundo recreo, cuando la señorita Nancy hizo una pausa en su discurso sobre la mala conducta, y nos contó que la semana próxima iríamos a la revisación sanitaria en el Rawson. Hubo un instante de silencio total que dejó en evidencia la inocencia y el terror del grupo. Ninguno de nosotros sabía exactamente lo que era una “revisación sanitaria”, ni tampoco había oído hablar del “Rawson”, pero las dos cosas sonaban inexplicablemente horrorosas. Seguramente para no hacer el ridículo nadie pregunto nada. Todos nos quedamos en silencio esperando alguna aclaración o palabra de alivio que calmara nuestra instintiva preocupación. La maestra volvió a mirarnos y dijo: “Bueno, ahora sigamos con un poco de historia.”. Algunos suspiraron aflojándose en sus pupitres, otros quedaron boquiabiertos, y el resto, los que todavía manteníamos la mirada fija en ella esperando una respuesta, comprendimos cuando terminó de pasar las hojas del manual y empezó la lectura, que con esto se deshacía nuestra última esperanza de tranquilidad. Pensé que la explicación mas lógica podría ser que iríamos a conocer los baños de algún circo, iba a compartirla con los otros para tranquilizarlos pero por suerte decidí callarme.
Algunos son más valientes y otros más cobardes. En ese momento no podía saber en cual de los grupos estaba incluido, o si en realidad era una especie de mutación “promedio cambiante” según las circunstancias. Lo peor del caso, es que no había un motivo real y concreto para estar asustado. Pero lo estaba.
Llegué a casa y mami estaba esperándome con la comida servida. Me senté en la mesa como siempre, y lo primero que hice antes de probar un bocado fue preguntarle sobre el “Ruasón” (o como se llame), y la sanitaria esa. Claro, era casi como me había imaginado. Había que hacerse unos cuantos estudios “de plutina” (una parte del cuerpo que no conozco), para saber si eras sanito antes de ingresar al colegio secundario. Me dijo que me quedara tranquilo, que todo iba a salir bien. Que ya me había hecho uno parecido con el doctor Crespo hacía poco, y esto era lo mismo pero de una forma “oficial”, yendo en grupo con la gente del colegio y con otros doctores, cosas legales. Aunque entendí bastante de su explicación, me quedaron dudas, y algunos cabos sueltos. Ya estaba más calmado, pero la espera y la inminencia del almuerzo, me llenaban el bocho de preguntas. Pensaba, si seguía preocupado realmente o sería la falta de alimentos lo que me estaba afectando. ¿Porqué sería tan importante la plutina esa?, y ¿porqué le habrían puesto nombre de planeta?. No hay nada más feo que tener hambre y no saber algunas cosas importantes.
Esa mañana tuve que levantarme mucho más temprano que de costumbre. Cuando vino mami a las cinco y media de la mañana a despertarme, no podía estar seguro si las sacudidas que sentía eran parte de una terrible pesadilla o una triste realidad. Y eran eso, ambas cosas. Como era tan temprano no podía prender la luz, así que me vestí a las apuradas en la oscuridad. No podía encontrar un calzoncillo decente (eso me había pedido mamá que busque), así que me puse uno que al menos parecía no tener ningún orificio. Salí sin hacer bochinche de la habitación para no despertar a mis hermanos, y cuando quise ir a desayunar me dijeron que no había tiempo. Ya estábamos saliendo, cuando al pasar por la cocina intenté manotear unas Lincoln para ir comiendo durante el viaje. En cuanto mami adivinó mi intención y sin decir palabra, me aplicó un certero correctivo en la nuca, que me disipó el apetito y la fiaca por un rato.
Llegamos al portón principal a las ocho menos cuarto, todavía era de noche. Cada uno de mis compañeros había ido con su mamá y estaba ubicado cerca de ella (su papá en el peor de los casos). Esa escena oscura de gente amuchada en grupos, de ojos hinchados por el sueño, del sitio lúgubre y desconocido, le daban al amanecer una sensación triste como de velorio. Todos estábamos en silencio, ni los padres hablaban. Apenas hacían algún gesto de saludo con la cabeza a sus conocidos.
Cerca de las ocho y cinco con un estridente ruido a metales oxidados que se rozan se abrió el portón. Hicimos una fila, tomamos distancia como siempre y fuimos entrando a paso lento al edificio. Seguramente por el sueño de todos y por la inercia del movimiento en conjunto, la fila se detuvo de un modo uniforme en el hall principal. Como una formación de trenes que finaliza su recorrido en la estación terminal.
La seño tomo lista y todos dijimos presente, algunos más bajito porque además de sueño teníamos hambre. En un día normal y para ese tiempo de estar despierto, yo ya llevaría comidos como mínimo dos café con leche y cuatro o cinco panes con manteca. Me sentía débil, dormido y bastante asustado.
Súbitamente la formación volvió a moverse en alguna dirección indicada por el señalero que en este caso era Nancy. Con el andar de los pasos iba saliendo del sueño y acercándome a la realidad, empezaba a notar el amanecer que se colaba por los ventanales sucios de los pasillos del hospital. La caminata nos llevo hasta una puerta, donde volvimos a tomar distancia para restablecer el orden. El incómodo suspenso y el hecho de estar más despiertos, nos hacía estar inquietos. Supuse que irían pasando uno a uno “los valientes” (también conocidos como petisos) hasta llegado mi turno. Primero los primeros, los de adelante. Ser de adelante tiene sus pros y sus contras. Cuando formamos a la salida siempre son los primeros en irse, lo mismo en los actos. La maestra siempre despide con más cariño a los primeros. Después va perdiendo el afán con el paso de los alumnos. A los últimos ni los mira. A la hora del castigo, los gritos más fuertes siempre son para los de atrás, sea por casualidad o causalidad. Y aparte de todo esto, también están los prejuicios que todos conocemos…. Si no hay culpables, fueron los del fondo. Otra vez volví a sentirme lejos de los extremos, en un grupo que estaba en una zona gris e indefinida. Esta vez por mi ubicación en la fila. Por suerte soy bastante alto para mi edad, y me vi excluido del grupo de “los valientes”. Paradójicamente, no ser un valiente me llenaba de orgullo.
Los padres se habían apartado del grupo, y estaban reunidos (ahora si) cuchicheando entre ellos, regalándonos adioses con la mano, con cara de tener cargo de conciencia. Cuando se abrió la puerta, salió una mujer mayor vestida de guardapolvo verde gastado que no podía ser otra cosa que una enfermera vieja. Nos dijo que fuéramos pasando de a tres. Nancy apoyó su mano en el hombro de los primeros seleccionados y estos traspasaron el umbral. La puerta se cerró detrás de ellos con un sonido espantoso.
El tiempo que duró el pasaje, del ruido del portazo diluyéndose al silencio más profundo, fue exactamente el mismo que tardó en romperse. Algo andaba mal. La puerta cerrada se abrió, y uno de los chicos sacó un brazo mientras gritaba pidiendo ayuda. Inmediatamente volvió a tragárselo. Con el silencio de ultratumba que se había instalado entre los presentes, podían escucharse con claridad los sonidos sordos que se filtraban desde el vientre del edificio. Gemidos, golpes, pataleos y suplicas por piedad, de quienes habían quedado atrapados adentro. El resto de nosotros estaba paralizado. Como un acto reflejo, busque a mamá con la mirada. Estaba con otros padres charlando como si nada pasara. Le clavé la vista esperando una respuesta, un gesto, un insulto, algo lógico. Me miró con una sonrisa pequeña y displicente, después volvió a repetirme su mecánico saludo con la mano. Ese extraño comportamiento frente a los hechos que estaban ocurriendo delante de sus propios ojos terminó de aterrarme. Por primera vez en la vida me sentí solo. Me sentí tonto, feo, gordo y solo. Algunos seguíamos paralizados, otros no. Cedrés por ejemplo (que es uno de los más tranquilos del grado), estaba en la fila parado delante de mí. Sin dudarlo, se lanzó corriendo con los brazos extendidos hacia el grupo de padres, en busca de la pierna de su mamá. Al verlo correr así, fuera de control y en forma desaforada por el pasillo, tres o cuatro de las chicas entraron en pánico e hicieron lo mismo.
El resto de la fila se quebró en varios grupos. Unos salieron corriendo sin dirección aparente, otros se aglutinaron y discutían entre sollozos y palabras, otros como ausentes, no daban crédito a lo visto. Nancy intentaba poner orden a los gritos, mientras algunos padres trataban de tranquilizar a sus hijos y a los que estaban más nerviosos.
La sensación de miedo en masa estaba diseminada entre nosotros y hacía insostenible la situación general. Para deshacer el caos era necesario recuperar la confianza del grupo, y para esto había que ser sinceros y hablar con la verdad (eso creyó Nancy). Después del tercer grito, vino el último. Entre un corto espacio de silencio y otro, Nancy aprovechó para ir colando palabras sueltas, y pedir serenidad. Su tono de voz cadencioso y pausado, fue aquietando poco a poco los ánimos, y realentando los movimientos reflejos de quienes todavía deambulaban como bola sin manija por el salón. Parecía el fin, del principio del fin. Los trompos volcados, las gárgolas, y los otros como yo escuchábamos. La tregua era momentánea. Solo alcanzó a decir: “Chicos, es solamente un…”. En el preciso instante en que Nancy con elocuencia estaba por completar su frase reveladora y necesaria, volvió a abrirse la puerta y salió Esteban Cuello (el primero de los petisos), llorando a moco tendido y con la cara bañada de lágrimas. Una imagen vale más que mil palabras…. El efecto trompo volvió a repetirse pero esta vez de un modo endemoniado. Éramos un huracán humano en cautiverio. Diría que de ser posible, además del huracán estábamos encerrados en el mismo escenario, un carrusel, una montaña rusa, y los autitos chocadores, hechos carne y hueso desenfrenados. Los gritos y el horror se multiplicaban en forma exponencial. Nancy ya no gritaba, y a decir verdad creo que estaba a punto de sumarse al corso. Cuando salió el segundo prisionero sin lágrimas en los ojos, el fenómeno cambió de grado cinco a tormenta tropical. Traía el brazo izquierdo recogido hacia arriba, y con el dedo mayor de la mano derecha se presionaba la parte interior del codo izquierdo.
Por encima del barullo descendiente, se sobrepuso la voz de Nancy (algo recuperada) diciendo: “…vieron que no era nada grave, fue solo un pinchazo”.
Se escucharon murmullos, y preguntas a todo volumen. Algunos padres se acercaron a contener a los nuevos afligidos, que habían comenzado a llorar después de haber conocido la realidad inevitable.
Me quedé un rato largo retraído en silencio mientras esperaba mi turno, como esperando la caída de un telón imaginario. Pensaba en el poder destructivo que algunas veces puede tener la imaginación, y buscaba los caminos que nos llevaron hasta ese punto en esa mañana tan precipitada. Ya no había misterios, tampoco esperanza.
La fila de los restantes ya casi estaba nivelada con la de los pinchados, como en un sube y baja cuando ambos participantes están en el aire. El clima era denso. El paso de la procesión parecía depararnos una sensación de continuidad en algo terrible e interminable. Aburrido y triste. La certeza y la decepción de haber tenido miedo y no motivos.
Yo cumplí con mi deber de hijo y alumno sin hacer escándalo ni dar el ejemplo. Pero sin dudas, el segundo petiso había sido realmente un valiente, y un justo integrante del grupo.

(03/11/2005)