lunes, agosto 28, 2006

El viaje de Jonathan Harker

El sol del mediodía se colaba a través de las nubes sobre la aldea, los gitanos estaban inquietos y también los animales. Después del almuerzo, Jonathan decide emprender su viaje al castillo del Conde pese a las advertencias y a las historias sobre espíritus maléficos, desaparecidos y otras supersticiones, que había estado escuchando de boca de los pobladores durante su estadía. Todos sus intentos por conseguir alguna movilidad encontraron respuestas negativas, todas sus preguntas encontraron silencio. Finalmente, resuelto a cumplir con su designio decide irse a pie. A paso lento pero firme, comienza a alejarse de la aldea por un camino sin rumbo cierto, cuyo final abierto esta escrito detrás de aquellos cerros.
Es un día otoñal, el campo aún esta verde a ambos lados del camino de tierra. La imagen del paisaje se va modificando con cada paso, y cada vez parece más lúgubre; cuesta arriba la subida que recorre se hace más pronunciada, y con ella también va in creyendo la música incidental. El horizonte tapado por las moles de roca parece inalcanzable.
Después de horas de travesía, descubre al borde de un río que baja de la montaña, un sendero angosto que lo circunda, y que sube hacia la cima. Decide seguirlo. El agua desciende a gran velocidad emitiendo en su golpe un zumbido constante y ensordecedor. La música de fondo comienza a fundirse con este sonido, y lentamente va desapareciendo. El aire espeso puesto en movimiento casi puede tocarse, las gotas de sprite suspendidas en el ambiente hacen del piso y las paredes lugares peligrosos. Camina con cuidado y sigue avanzando hacia arriba, tomado de una precaria baranda que lo separa del cauce enfurecido. Tiene la ropa empapada, el embate del viento hace más evidente el cansancio, debe detenerse unos minutos a reponerse pero no hay reparo. La cara mojada y resquebrajada por el frío, la mano derecha que se suelta por momentos del pasamanos para perderse en el bolsillo del sobretodo marrón, la izquierda que sigue congelada y aferrada al bolso. Recupera el aliento y prosigue, pasa por el tramo que precede al mas elevado; esta conformado por gran cantidad de rocas de distintos tamaños, desde donde puede apreciarse la naciente del río. Tropieza, le duelen los huesos por la humedad y el agotamiento, tiene moretones y la piel rasgada, pero sigue con el ascenso. El espacio abierto del nuevo entorno, despeja el sonido agudo y sostenido de la corriente, vuelven a escucharse los bronces y las cuerdas. Aún no ha oscurecido.
Con las fuerzas casi extintas llega al punto más alto del recorrido, toma asiento en una gran roca y pasa unos minutos apreciando los picos nevados, el paisaje tétrico y enrarecido anterior al crepúsculo. El sol empieza a desaparecer y la bruma lentamente va cubriendo los últimos espacios de cielo aún claro. La llegada de la noche trae consigo un cúmulo de nubes negras, que atraviesan velozmente las alturas y opacan por completo la visión. A su paso, se descubre la imagen del Castillo. La música cesa.
No ha podido descansar lo suficiente pero debe continuar. Se pone de pie, carga sus cosas y empieza a recorrer los pasos que lo separan del destino. El camino descendente se hace más llevadero al andar pero no es menos peligroso, porque la oscuridad es casi absoluta. La cortina sónica también se ha oscurecido, ahora son solamente cuerdas que parecen emular el llanto de las criaturas de la noche. Entre los ruidos difusos que guarda sin descifrar en su cerebro, comienza a distinguir cascos golpear contra el suelo, cadenas y sonidos de animales jadeantes; voltea y es sorprendido por una luz que desciende desde las alturas. El carruaje tirado por cuatro caballos lo alcanza y se detiene junto a el, el chofer le hace una seña y lo invita a subir. Harker se queda paralizado mirando sin comprender la situación, esta asombrado y duda unos segundos; ante la insistencia del conductor decide aceptar. Toma asiento, y antes de alcanzar a cerrar la puerta del coche este ya se ha puesto en movimiento.
El rebote de las ruedas y el vaivén que se produce dentro de la estructura hacen que se relaje un poco a pesar del incremento de la tensión. Viaja recostado sobre un asiento de cuero rústico, con el cuello apoyado de costado contra el marco de madera de la ventana. El viento, que sube en dirección contraria al avance del coche le da de lleno en la cara, y el siente como poco a poco va reponiendo su capacidad física y sensorial. El viaje concluye con el final del camino, la música vuelve a escucharse por encima de los otros sonidos del ambiente. El coche traspasa las arcas de roca del castillo y estaciona.
Jonathan desciende lentamente, acomoda su bolso y atraviesa el patio. Al llegar al borde de la escalera de la entrada principal, observa como la enorme puerta negra de quebracho comienza a abrirse. Detrás de ella, va descubriéndose una figura extraña con rasgos demoníacos que lo esta esperando.

(23/08/2006)

lunes, agosto 14, 2006

De acuerdo

Estábamos de acuerdo, eso era lo que habríamos querido. Las inclemencias del tiempo y otros compromisos impostergables habían demorado nuestro encuentro en varias ocasiones, pero esa tarde nada ni nadie podrían entorpecerlo. Lo que originalmente había sido planificado para las trece terminó siendo a las dieciséis, lo que fue pensado como un almuerzo termino siendo un paseo y un café.
Se me hace difícil recordar cuando empezamos a sentir esa necesidad casi enfermiza de estar juntos y cuales fueron los detonantes o los motivos que nos llevaron a decidirnos a hacerlo, pero a esta altura de los acontecimientos ya no importan los datos históricos, tan solo algunos hechos anecdóticos y sus consecuencias.
Aquel día era martes. El calor era agobiante, una típica tarde de verano en el centro. Después de una corta caminata sin palabras, entramos al café buscando aire fresco y el lugar apropiado para conectarnos. Tomamos asiento en una de las mesas centrales, lo más apartados que fuera posible de la mirada exterior. Ni ella ni yo lo sugerimos, de forma automática y sincronizada detectamos la ubicación ideal y la abordamos. Recuerdo que nos sonrojamos y después sonreímos inocentemente. La sensación de plenitud y alegría generada por estar juntos podía respirarse entre ambos; con el correr de los segundos, ese momento mágico fue aplacándose por el temor y por la culpa. No estábamos cómodos a pesar de haber avanzado un paso hacia nuestro deseo. El incipiente caos mental no nos dejaba disfrutar del momento, tampoco era posible volver el tiempo atrás; el maleficio impuesto por la conciencia era implacable. Nerviosos, con los dedos de las manos abrasados entre si por debajo de la mesa, los ojos esquivos, la ansiedad despierta en cada sentido. Era el momento esperado y sin embargo no podíamos controlar nuestra desesperación. Volví a preguntarme si estaba listo, y nuevamente creí estar seguro de hacerlo.
Mantuve por un instante la mirada fija en sus ojos. Mis sentimientos y mi deseo viajaban hacia ella por ese puente de comunicación visual sin acertar al destino, buscando la seguridad de su mirada, la mueca cómplice de alguna palabra, señales que hasta ese punto estuvieron ausentes de su parte. Sus ojos inquietos, deambulaban de un lado al otro como dos hamacas buscando los extremos sin detenerse.
En esta situación nos encontrábamos cuando llego el mozo del lugar e hizo que nos sobresaltáramos. Creo que de puro impulso pedí dos lagrimas sin siquiera consultarle, lo único que quería era que desaparezca y que nada vuelva a conspirar contra nuestro tiempo compartido. Me quede unos instantes perdido observando la figura que se alejaba; cuando volví a la realidad estaba mirándome. Lloraba sin emitir sonido y había puesto su mano derecha sobre la mesa con la palma hacia abajo. La tome con dulzura y después la sostuve con las dos manos sin dejar de mirarla. Habremos pasado unos minutos así sin decir palabra, dejando hablar a nuestros miedos, sometidos al roce de nuestros cuerpos y al clamor de nuestros pensamientos, que carentes de voz se comunicaban telepáticamente. La excitación iba en aumento, en balance justo y contrapuesto con la merma de nuestra pena. La distancia se acortaba. El producto de aquella fusión de almas, se manifestó ante nosotros como un destello intenso de luz azulada con centro esférico, y se repitió cinco o seis veces antes de desvanecerse. Sin duda, ese ser espiritual fue una señal para nosotros, un permiso divino.
Súbitamente una risa cercana volvió a separarnos del trance. Vimos al mozo que se acercaba a la mesa con nuestro pedido. La desconexión forzada no llego a separarnos del todo pero algo había cambiado, recuerdo que inmediatamente volví a mirarla y esta vez encontré en sus ojos claridad y determinación. Nos soltamos, busco en su bolso y lo puso sobre mi mano. Lo cargue, apunte y le dispare. Volví a cargarla, y cuando quise dispararme para escapar junto a ella de esta cárcel terrenal, fui impedido.
Estábamos de acuerdo en eso y no nos dejaron hacerlo, no me dejaron. Ahora he cambiado de prisión, pero la soledad es la misma.

(9/8/2006)