Los Estacionamientos (enamoramientos estacionarios)
Me parece, que la asociación directa del amor con la primavera es incompleta; que para ser más abarcativos, deberíamos observar los efectos del mismo a lo largo de todas las estaciones del año. Según mi propia vivencia, recuerdo haber pasado por más otoños que primaveras, pero supongo que también debe haber quienes perciban sus amoríos como calurosos veranos, pesados y abrasadores. ¿Y qué decir del invierno? Todos hemos vivido o escuchamos sobre casos de inviernos demasiado prolongados o interminables. Algunos piensan que un amor como “Dios manda”, debe seguir al ciclo natural: empezar en primavera, desarrollarse vivamente en verano, decaer en otoño y finalmente rendirse en el invierno, como sucede con algunas plantas. Para no ser tan negativos y pesimistas, suponiendo que la máxima duración de una relación amorosa “natural” se limitase a un año, podemos observar una excepción: en los casos en que los lazos de la unión se hicieron lo suficientemente fuertes y estables como para soportar el paso del otoño y el invierno, el desarrollo de este amor podría prolongarse en el tiempo. No estoy seguro si este es el caso más común, pero es el ideal de la mayoría.
Tanguito, en su canción mas famosa “Amor de primavera” decía: “Allí a lo lejos puedes escuchar a un amor de primavera que anda dando vueltas…”. Los seres humanos recibimos ambos fenómenos con un brote de entusiasmo, alegría y excitación; como un renacimiento. Este mismo efecto se produce en las flores, las plantas y los árboles. En base a esta serie de razonamientos quisiera plantear la siguiente hipótesis: “Los efectos de la naturaleza son apreciables en las personas como amor”, o también: “Los efectos del amor son apreciables en la naturaleza de todas las cosas”. La primavera cambia el escenario en la medida que los cuerpos van recuperando el protagonismo que les quitó el invierno. Aunque el sexo y el amor no deberían tener estaciones ni horarios preestablecidos, la primavera nos sugiere una especie de revancha erótica. Durante el invierno el cuerpo está más tapado y la sensibilidad se repliega. El nuevo ciclo estacionario nos libera interna y externamente.
La necesidad de paralelismo y comparación entre las especies que exige el relato, me obliga a situarme para seguir la tesis, como una parte no humana de la naturaleza. Después de buscar infructuosamente similitudes por apariencia o carácter que fueran significativas, y compararme con decenas de plantas y animales, me pareció adecuado pensarme como un árbol: un árbol de Tilo. Siguiendo con el desarrollo del análisis, estos serían los elementos a tener en cuenta: el árbol humanizado, el efecto de la primavera en el, la posible relación amorosa, y las consecuencias de la misma. Al llegar a este punto, me ví forzado a hacer un cambio. La imagen de la pareja de árboles me disgustaba, me resultaba ridícula y muy poco poética. En base a mis propias experiencias anteriores, decidí cambiar el Tilo correspondiente al sexo femenino por un Rosal. Sería entonces: “El árbol de Tilo enamorado del Rosal”, o,”El Tilo enamorado de la Rosa”.
Hace algunas primaveras, estuve afectado por un caso semejante. Recuerdo el invierno anterior, el vacío, la sensación melancólica propicia para la poesía y la soledad, la distancia entre los mundos, la vida interior. Súbitamente, como cuando pasamos una página y el cuento se termina en tres palabras, con el fin de la estación invernal surgieron los primeros acercamientos. Se me hace difícil separar mi visión instintiva como ser humano, de la que podrían sentir los otros seres vivos incapaces del razonamiento, pero veo que la naturaleza obra en todos de la misma forma, incluso burlando el intelecto con sensaciones más fuertes que cualquier pensamiento.
Esa hibernación me había dejado insensible y triste, apagado, lo supe al llegar el cambio. Recuerdo aquel sol tibio de casi mediodía que me inundó con su calor e hizo crujir mi corteza. De inmediato supe que estaba despertando. Mis sentidos comenzaron a ponerse en funcionamiento. Los árboles no vemos por los ojos como los seres humanos. Al igual que los ciegos, tenemos más desarrollado uno de los sentidos: el contacto con el resto de las cosas. Esta percepción es comparable a la combinación del tacto y el olfato en forma amplificada. El viento en su paseo incesante recoge sustancias microscópicas, infinidad de aromas y distintos tipos de fluidos, que va depositando sobre los puntos contra los que choca. Con ese toque impredecible, forma una especie de mapa en nuestra superficie que continuamente va refrescándose. Esto nos permite percibir el entorno con una claridad semejante a la visión.
Imagino que mi despertar debe haber sido algo tardío. Cuando pude tomar conciencia del momento presente y del entorno, me sorprendieron perfumes maravillosos. Seguramente pertenecían a quienes habían despertado un tiempo antes y ya estaban empezando a florecer y a dar frutos. Entre todos ellos, hubo uno que me distrajo del resto. No podía determinar porque era tan especial para mí. Si la intensidad extrema de su fragancia se debía a la proximidad, y por esto me parecía tan profunda, compleja e interesante. Con el paso de los días la continuidad del aroma se hizo permanente. Comenzó a volverse para mí una parte fundamental del aire, una obsesión. Ya no importaba en qué punto me tocaba el viento, desde que rumbo me visitaba. Siempre traía consigo su frescura, su dibujo y ese mismo perfume embriagador. Para esta fecha sabíamos muy poco el uno del otro. Después de las primeras charlas empezaron a gestarse las coincidencias, también la mutua atracción. Los gustos compartidos y la misma forma de expresar y mostrarnos nuestras pasiones. Las palabras tímidas, la mirada cómplice. La búsqueda conciente del otro, la sensación de bienestar. Sin darnos cuenta, algo había dejado fuera de control a nuestros pensamientos. Seguían al mando pero varados en el deseo.
Esa mañana había estado insensible. La ausencia de la brisa me había cegado durante unas horas. Pasado el mediodía me despertó una fuerte ráfaga que agitó todas mis ramas. La tormenta estaba acercándose. Los primeros minutos me distraje concentrado en el vaivén de las hojas, su contacto fresco contra el tallo, la paulatina pérdida de mis flores que ahora regalaban su aroma al espacio abierto. Entre tanto, también percibía con mayor cercanía el perfume de mi hechicera. Los azotes del viento soltaban sus frutos, y fue entonces cuando algunos de sus pétalos tripulantes de la tromba de aire me rozaron. Sentí que cualquier imagen de suavidad extrema conocida, era ínfima comparada con esa caricia. Volvieron a tocarme, y pude confirmar mi apreciación. Me preguntaba si mis frutos estarían provocando el mismo efecto en ella.
Le dije si quería ir a comer y me dijo que si. Fuimos al cine, paseamos por Palermo y después la invité a mi casa. Puse música, preparé café, y seguimos nuestra charla sentados en el sillón amarillo sin poder dejar de mirarnos. El diálogo era intrascendente, palabras sueltas de sonido cadencioso y sugestivo sin pretensiones lingüísticas. Los dos estábamos esperando que se diera el momento propicio para besarnos, ese espacio mágico de silencio ambiental que coincide exactamente con el fin de las palabras. Creo que dejé pasar dos o tres de esos antes de animarme. Cuando por fin lo hice, el encaje de los cuerpos fue absolutamente complementario. Su boca tenía una textura perfecta, una tibieza ideal. Al besarla sentí como empezaba a poseernos el fulgor de la pasión, esa puerta que cuando se abre te conduce al desenfreno de los sentidos. Nos recostamos. Las caricias que siguieron a los besos aumentaban la excitación. La música y la luz tenue completaban el escenario de ensueños.
Cuando las ramas se aquietaron y quedaron apenas balanceándose por la inercia del movimiento anterior, hubo un segundo de calma. Era el instante de paz que precede al estallido de la tormenta. Una gota, diez, cien gotas. Empecé a leer el olor del la tierra mojada, el camino de la lluvia recorriendo mi superficie en cada una de mis extremidades. Algunos pétalos que habían quedado suspendidos entre mis hojas comenzaron a degradarse al contacto con el agua. Entonces si, pude sentir plenamente su beso, su caricia en mi tallo, su libación en mi cuerpo. Ese líquido perfumado penetrando mis tejidos me satisfacía, me daba una sensación de saciedad y plenitud, de alimento del cuerpo y los sentidos. Una compleja simplicidad. Las ramas chocaban entre si, se arrancaban unas a otras las últimas flores humedecidas que todavía estaban adheridas. De a ratos me alcanzaba el aliento del rosal, cuando la vorágine de agua y aire a toda velocidad lo traía más cerca de mí. Deseé profundamente que el peso de los brotes empapados y la fuerza del viento, hicieran posible nuestra unión. En un momento, sus hojas llegaron a tocarme. Al siguiente contacto llegué a sentir su flor. Estuve gozando del roce, la suavidad, y el perfume, durante los minutos que duró el incesante ir y venir de su cuerpo provocado por el clima. El sentimiento me condujo al éxtasis.
La noche moría entre nosotros, ya era vieja; estaba amaneciendo. Fui a despertarla con una caricia, otra caricia; con el impulso de los sentimientos regenerados, y la pasión instalada entre los ojos como el puntero láser de una mira telescópica. Directo a los pensamientos. Sometido hasta el delirio por los efectos del vértigo y la esperanza en el amor. De pronto se declaro el diluvio. El cielo pareció abrirse y liberar una cantidad infinita de demonios. Sentí el descenso de la temperatura provocado por la lluvia y por la fuerza del viento constante contra mi cuerpo mojado. Lo que antes había sido un viento cómplice, comenzó a desgarrarme, a desgarrarnos. Lo que antes nos había libado nos estaba inundando. Los brotes desgarrados del rosal se soltaron y terminaron estrellándose contra mis ramas, quedando incrustados contra distintas partes de mi cuerpo. Las espinas me atravesaron la piel, los tejidos, el alma.
Finalmente, la locura ingobernable del entorno se detuvo. Salio de la ducha, se secó, y rápidamente preparó sus cosas para irse. Insistí en pedirle que me acompañe a desayunar, pero ella me dijo que tenía otro compromiso y se fue. A pesar de la calma, del incipiente sol devolviéndole fuerza a mi cuerpo lastimado, no lograba evitar el dolor de aquellas espinas. Junto con el agua que todavía se arrastraba hacia abajo por mi tallo, comenzó a derramarse mi sabia. Los intentos por acercarme a ella fueron en vano. La indiferencia y la distancia impuesta, crecían en proporción directa con el aumento de mi tristeza y mi decepción. El dolor se hizo tan fuerte que abarcó la percepción total de mis sentidos, y duró en esa intensidad el tiempo que tardaron en desprenderse los brotes.
El invierno volvió a encontrarnos con su carga interminable de soledad y melancolía. El ciclo vuelve a repetirse, y con el la esperanza que despierta cada año la primavera.
(1/12/2005)
Tanguito, en su canción mas famosa “Amor de primavera” decía: “Allí a lo lejos puedes escuchar a un amor de primavera que anda dando vueltas…”. Los seres humanos recibimos ambos fenómenos con un brote de entusiasmo, alegría y excitación; como un renacimiento. Este mismo efecto se produce en las flores, las plantas y los árboles. En base a esta serie de razonamientos quisiera plantear la siguiente hipótesis: “Los efectos de la naturaleza son apreciables en las personas como amor”, o también: “Los efectos del amor son apreciables en la naturaleza de todas las cosas”. La primavera cambia el escenario en la medida que los cuerpos van recuperando el protagonismo que les quitó el invierno. Aunque el sexo y el amor no deberían tener estaciones ni horarios preestablecidos, la primavera nos sugiere una especie de revancha erótica. Durante el invierno el cuerpo está más tapado y la sensibilidad se repliega. El nuevo ciclo estacionario nos libera interna y externamente.
La necesidad de paralelismo y comparación entre las especies que exige el relato, me obliga a situarme para seguir la tesis, como una parte no humana de la naturaleza. Después de buscar infructuosamente similitudes por apariencia o carácter que fueran significativas, y compararme con decenas de plantas y animales, me pareció adecuado pensarme como un árbol: un árbol de Tilo. Siguiendo con el desarrollo del análisis, estos serían los elementos a tener en cuenta: el árbol humanizado, el efecto de la primavera en el, la posible relación amorosa, y las consecuencias de la misma. Al llegar a este punto, me ví forzado a hacer un cambio. La imagen de la pareja de árboles me disgustaba, me resultaba ridícula y muy poco poética. En base a mis propias experiencias anteriores, decidí cambiar el Tilo correspondiente al sexo femenino por un Rosal. Sería entonces: “El árbol de Tilo enamorado del Rosal”, o,”El Tilo enamorado de la Rosa”.
Hace algunas primaveras, estuve afectado por un caso semejante. Recuerdo el invierno anterior, el vacío, la sensación melancólica propicia para la poesía y la soledad, la distancia entre los mundos, la vida interior. Súbitamente, como cuando pasamos una página y el cuento se termina en tres palabras, con el fin de la estación invernal surgieron los primeros acercamientos. Se me hace difícil separar mi visión instintiva como ser humano, de la que podrían sentir los otros seres vivos incapaces del razonamiento, pero veo que la naturaleza obra en todos de la misma forma, incluso burlando el intelecto con sensaciones más fuertes que cualquier pensamiento.
Esa hibernación me había dejado insensible y triste, apagado, lo supe al llegar el cambio. Recuerdo aquel sol tibio de casi mediodía que me inundó con su calor e hizo crujir mi corteza. De inmediato supe que estaba despertando. Mis sentidos comenzaron a ponerse en funcionamiento. Los árboles no vemos por los ojos como los seres humanos. Al igual que los ciegos, tenemos más desarrollado uno de los sentidos: el contacto con el resto de las cosas. Esta percepción es comparable a la combinación del tacto y el olfato en forma amplificada. El viento en su paseo incesante recoge sustancias microscópicas, infinidad de aromas y distintos tipos de fluidos, que va depositando sobre los puntos contra los que choca. Con ese toque impredecible, forma una especie de mapa en nuestra superficie que continuamente va refrescándose. Esto nos permite percibir el entorno con una claridad semejante a la visión.
Imagino que mi despertar debe haber sido algo tardío. Cuando pude tomar conciencia del momento presente y del entorno, me sorprendieron perfumes maravillosos. Seguramente pertenecían a quienes habían despertado un tiempo antes y ya estaban empezando a florecer y a dar frutos. Entre todos ellos, hubo uno que me distrajo del resto. No podía determinar porque era tan especial para mí. Si la intensidad extrema de su fragancia se debía a la proximidad, y por esto me parecía tan profunda, compleja e interesante. Con el paso de los días la continuidad del aroma se hizo permanente. Comenzó a volverse para mí una parte fundamental del aire, una obsesión. Ya no importaba en qué punto me tocaba el viento, desde que rumbo me visitaba. Siempre traía consigo su frescura, su dibujo y ese mismo perfume embriagador. Para esta fecha sabíamos muy poco el uno del otro. Después de las primeras charlas empezaron a gestarse las coincidencias, también la mutua atracción. Los gustos compartidos y la misma forma de expresar y mostrarnos nuestras pasiones. Las palabras tímidas, la mirada cómplice. La búsqueda conciente del otro, la sensación de bienestar. Sin darnos cuenta, algo había dejado fuera de control a nuestros pensamientos. Seguían al mando pero varados en el deseo.
Esa mañana había estado insensible. La ausencia de la brisa me había cegado durante unas horas. Pasado el mediodía me despertó una fuerte ráfaga que agitó todas mis ramas. La tormenta estaba acercándose. Los primeros minutos me distraje concentrado en el vaivén de las hojas, su contacto fresco contra el tallo, la paulatina pérdida de mis flores que ahora regalaban su aroma al espacio abierto. Entre tanto, también percibía con mayor cercanía el perfume de mi hechicera. Los azotes del viento soltaban sus frutos, y fue entonces cuando algunos de sus pétalos tripulantes de la tromba de aire me rozaron. Sentí que cualquier imagen de suavidad extrema conocida, era ínfima comparada con esa caricia. Volvieron a tocarme, y pude confirmar mi apreciación. Me preguntaba si mis frutos estarían provocando el mismo efecto en ella.
Le dije si quería ir a comer y me dijo que si. Fuimos al cine, paseamos por Palermo y después la invité a mi casa. Puse música, preparé café, y seguimos nuestra charla sentados en el sillón amarillo sin poder dejar de mirarnos. El diálogo era intrascendente, palabras sueltas de sonido cadencioso y sugestivo sin pretensiones lingüísticas. Los dos estábamos esperando que se diera el momento propicio para besarnos, ese espacio mágico de silencio ambiental que coincide exactamente con el fin de las palabras. Creo que dejé pasar dos o tres de esos antes de animarme. Cuando por fin lo hice, el encaje de los cuerpos fue absolutamente complementario. Su boca tenía una textura perfecta, una tibieza ideal. Al besarla sentí como empezaba a poseernos el fulgor de la pasión, esa puerta que cuando se abre te conduce al desenfreno de los sentidos. Nos recostamos. Las caricias que siguieron a los besos aumentaban la excitación. La música y la luz tenue completaban el escenario de ensueños.
Cuando las ramas se aquietaron y quedaron apenas balanceándose por la inercia del movimiento anterior, hubo un segundo de calma. Era el instante de paz que precede al estallido de la tormenta. Una gota, diez, cien gotas. Empecé a leer el olor del la tierra mojada, el camino de la lluvia recorriendo mi superficie en cada una de mis extremidades. Algunos pétalos que habían quedado suspendidos entre mis hojas comenzaron a degradarse al contacto con el agua. Entonces si, pude sentir plenamente su beso, su caricia en mi tallo, su libación en mi cuerpo. Ese líquido perfumado penetrando mis tejidos me satisfacía, me daba una sensación de saciedad y plenitud, de alimento del cuerpo y los sentidos. Una compleja simplicidad. Las ramas chocaban entre si, se arrancaban unas a otras las últimas flores humedecidas que todavía estaban adheridas. De a ratos me alcanzaba el aliento del rosal, cuando la vorágine de agua y aire a toda velocidad lo traía más cerca de mí. Deseé profundamente que el peso de los brotes empapados y la fuerza del viento, hicieran posible nuestra unión. En un momento, sus hojas llegaron a tocarme. Al siguiente contacto llegué a sentir su flor. Estuve gozando del roce, la suavidad, y el perfume, durante los minutos que duró el incesante ir y venir de su cuerpo provocado por el clima. El sentimiento me condujo al éxtasis.
La noche moría entre nosotros, ya era vieja; estaba amaneciendo. Fui a despertarla con una caricia, otra caricia; con el impulso de los sentimientos regenerados, y la pasión instalada entre los ojos como el puntero láser de una mira telescópica. Directo a los pensamientos. Sometido hasta el delirio por los efectos del vértigo y la esperanza en el amor. De pronto se declaro el diluvio. El cielo pareció abrirse y liberar una cantidad infinita de demonios. Sentí el descenso de la temperatura provocado por la lluvia y por la fuerza del viento constante contra mi cuerpo mojado. Lo que antes había sido un viento cómplice, comenzó a desgarrarme, a desgarrarnos. Lo que antes nos había libado nos estaba inundando. Los brotes desgarrados del rosal se soltaron y terminaron estrellándose contra mis ramas, quedando incrustados contra distintas partes de mi cuerpo. Las espinas me atravesaron la piel, los tejidos, el alma.
Finalmente, la locura ingobernable del entorno se detuvo. Salio de la ducha, se secó, y rápidamente preparó sus cosas para irse. Insistí en pedirle que me acompañe a desayunar, pero ella me dijo que tenía otro compromiso y se fue. A pesar de la calma, del incipiente sol devolviéndole fuerza a mi cuerpo lastimado, no lograba evitar el dolor de aquellas espinas. Junto con el agua que todavía se arrastraba hacia abajo por mi tallo, comenzó a derramarse mi sabia. Los intentos por acercarme a ella fueron en vano. La indiferencia y la distancia impuesta, crecían en proporción directa con el aumento de mi tristeza y mi decepción. El dolor se hizo tan fuerte que abarcó la percepción total de mis sentidos, y duró en esa intensidad el tiempo que tardaron en desprenderse los brotes.
El invierno volvió a encontrarnos con su carga interminable de soledad y melancolía. El ciclo vuelve a repetirse, y con el la esperanza que despierta cada año la primavera.
(1/12/2005)